J. D. Salinger (es decir, Jerome David Salinger) ha logrado morir en el aislamiento en el que ha vivido desde hace más o menos medio siglo. No es que publicara un solo libro, pero me apuesto algo a que si hacemos una encuesta, incluso entre buenos lectores, muy pocos sabrían citar alguno que no sea El guardíán entre el centeno. (Pueden encontrar los PDFs aquí y aquí. Los enlaces se han difundido por Twitter y están saturados)
El suyo es otro de esos casos de un escritor con una obra (en este caso, es literal) muy influyente, pero que al mismo tiempo era una de esas personas de las que no buscaríamos su amistad. Entre lo poco que se sabe de él está su afición por las jóvenes aspirantes a escritoras, el encierro al que mantuvo sometida a una de sus esposas, su obsesión enfermiza por la comida sana, la falta absoluta de trato con todos los miembros de su familia, su manía de beber su propia orina y, según una de sus amantes, Joyce Maynard, hasta algo muy próximo al abuso sexual. Vamos, una joya.
Siempre he defendido que conviene separar la persona de un creador de su obra porque en buena parte de los casos unir ambas termina por perjudicar a la obra. El ejemplo de Salinger es de los más claros: se puede ser un magnífico escritor y un poco recomendable ser humano. Por eso, es mejor que nos quedemos con su obra. Eso es lo relevante. Al ser humano, al fin y al cabo, no lo conocimos. Ni lo sufrimos.