Cantar ópera es una actividad de riesgo, y no sólo porque las cuerdas vocales sufran lo suyo. La soprano portorriqueña Ana María Martínez se cayó ayer al foso de la orquesta mientras cantaba la ópera Rusalka de Dvorak, en el festival de Glyndebourne, cerca de Londres. Al parecer, casi al final del primer acto, la cantante tropezó con la maquinaria escénica y terminó sobre la sección de cuerdas de la orquesta. La información de las agencias no cuenta si los violinistas siguieron tocando, como hicieron los miembros de la orquesta del Titanic mientras el buque se hundía…
La soprano quiso seguir con la función pero los médicos que la atendieron recomendaron su traslado a un hospital. Fue sustituida por otra cantante del elenco y ésta a su vez por otra artista a la que localizaron por teléfono y aún tuvo tiempo de coger un tren en Londres y llegar para el tercer acto. Un ejercicio de profesionalidad. Cuesta imaginar la escena: suena el teléfono y la mujer, que ve la televisión mientras se prepara un sandwich de pavo, lo coge casi con tono displicente. A esas horas y un viernes no cabe esperar que le vayan a ofrecer un contrato. Se entera de lo que sucede y sin tiempo ni para cambiarse sale corriendo a la estación para coger en el último minuto el tren a Glyndebourne, adonde llega y sin apenas tiempo para calentar la voz (se supone que habrá repasado su papel en el tren) se pone su traje de ninfa y sale a escena. Esto sí que es un récord que merece estar en el Guinness y no esas chorradas como preparar la mayor cazuela de caracoles de la historia, dicho sea con todos los respetos.