No había escrito hasta ahora del caso de Susan Boyle porque me parece que el programa de la TV británica en el que ha participado se está especializando en ese tipo de figura: la del cantante con un aspecto físico que no encaja nada con el estereotipo del éxito, del que de pronto se descubre que tiene una gran voz. Los miembros del jurado, que conocen perfectamente lo que van a oír, se hacen de nuevas y se asombran por la calidad de lo que escuchan, después de haber estado bordes y desdeñosos con la aspirante a estrella. Nada se deja a la improvisación cuando hay tanto en juego.
Hasta ahí, una bonita comedia a mayor gloria de la cuota de pantalla. Paul Potts, que sorprendió hace un par de años, ha lanzado algún disco con arias pero sigo sin verlo en los mejores escenarios y en producciones que merezcan la pena. Y Susan Boyle llevaba el mismo camino.
Lo que sucede es que su equilibrio emocional se ha roto. Creo que ese es el gran peligro de estos programas. No todas las personas que participan en ellos y llegan hasta la última fase de la competición están preparadas para soportar esa presión. No han nacido para ello ni han sido entrenadas. Ni, muy probablemente, las han ayudado. Al final, me temo que el precio pagado por unos días de triunfo puede ser demasiado alto. Quienes no tienen nada que perder son los miembros del jurado y la cadena que emite el programa. Ellos siempre ganan. Los únicos que parecen no haberse dado cuenta son los participantes.