
Uno va por ahí, de turismo cultural, y se dispone a entrar en ese museo en el que está ese cuadro que le tiene hechizado desde que lo vio en un libro de bachillerato, en esa iglesia que tiene un retablo que es la cumbre del barroco europeo, o en ese palacio en el que se encuentra la escultura que toda la vida ha querido ver en tres dimensiones. Espera la correspondiente cola (a veces muchos minutos y hasta horas), pasa por mil controles de seguridad (arcos magnéticos, escáneres), paga una entrada no precisamente barata y cuando ya está dentro comprueba que el cuadro ha sido cedido para una exposición temporal, el retablo está cubierto por una enorme lona porque lo están restaurando y la estatua acaban de trasladarla a otro museo próximo para enriquecer su nueva colección y en su lugar han colocado algo de categoría bastante inferior.
¿Se informa de todo ello con claridad en la puerta de la iglesia, el museo o el palacio? ¿Se reduce el precio de la entrada por ello? Ya pueden adivinar que la respuesta es NO. Esto es una verdadera plaga en todo el mundo (un apunte: el Guggenheim Bilbao es la excepción a la norma) y los responsables de esas instituciones muestran un olímpico desprecio hacia los visitantes-turistas a quienes tratan como manadas ignorantes a las que se puede timar impunemente. Lo dicho, un fraude. Seguro que ustedes conocen unos cuantos casos.