Pero ayer volvimos a tropezar, esta vez de forma inesperada, con un buen grupo de pusilánimes o algo peor. Todos sabíamos que cuando había algún atentado determinados deportistas, escritores, intelectuales y artistas eludían
de forma más o menos educada pronunciarse sobre la atrocidad: no cogían
el teléfono o lo desconectaban, disimulaban diciendo de sí mismos que
no estaban en casa o simplemente rehusaban pronunciarse con la inverosímil excusa de que no hablan de política.
Algunos de ellos han vuelto a recurrir a este último argumento para no
pronunciarse. Y no estoy acusando a varios de los encuestados que desde
hace algún tiempo viven muy lejos y han podido perder la perspectiva de
la importancia real del asunto. Me refiero a personas que están
entre nosotros, tomando cañas en los mismos bares, leyendo los mismos
periódicos, votando en las mismas elecciones.
No sé qué pretenden. No sé si son pusilánimes o mantienen una
estrategia calculada de ambigüedad para que nadie pueda pensar que
están “en el otro bando”, sea el otro el bando que sea. En cualquier caso, son los mismos que periódicamente reclaman
a los periodistas que hablemos de su nuevo libro, su estreno o su
fichaje. Y esperan que la sociedad les lea, vaya al cine o jalee sus
goles. Ante estos pusilánimes -o algo peor-, lo mejor que
podríamos hacer todos, cuando ellos nos reclamen su apoyo, es
asegurarles que nosotros tampoco entramos en política.