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Héroes

Los gritos de guerra de los muertos

Cuenta Elías Canetti que los celtas de las montañas escocesas imaginaban a los muertos como combatientes que libraban batallas. Los ejércitos de espíritus se llamaban sluagh y su grito de guerra – que algunas noches se podía oír – eran el gairm. El grito de guerra de los muertos llamando al combate era así el “sluagh-gairm”, palabra que acabaría convirtiéndose en slogan. El término eslogan – así dice la Academia que ha de escribirse en español – tiene por tanto un pedigrí misterioso y evocador.

Particularmente apropiado para nuestro caso. Por lo de griterío de combate y por la procedencia de apariencia inerte, como de origen zombi. En España se ha producido un vaciado argumental y se impone el discurso hueco, formado por eslóganes, una algarabía de lemas que quieren hacer las veces de programas completos. Estamos en plena catarata rectificadora y, de pronto, en las Cortes, la cuestión se desplaza hacia la autoafirmación socialista como formación “de izquierdas”, como si eso fuese lo fundamental. No hace mucho, cuando vivíamos en el país de las maravillas, bajar los impuestos era “de izquierdas”. Todo ello mantiene el aire de lema político. Más que explicar la racionalidad u oportunidad de las medidas – las de entonces y las de ahora – preocupa el lema identitario, el grito de guerra.

El debate público se compone de cruces de eslóganes. La prioridad para los partidos de gobierno no reside en formular alternativas y discutirlas, sino en identificarse con el lema que cuaje, con el progreso, la confianza, el cambio ahora, las cosas claras, el futuro de España, la defensa constitucional, los nuevos aires, la dignidad de Cataluña (o de la autonomía que se tercie, pues es su natural verse agraviadas), la eficacia y la eficiencia, la normalización, la sostenibilidad y la larga dosis de lugares comunes sobre los que se vertebra nuestra vida en sociedad.

El problema no reside propiamente en el sobreuso de los eslóganes, pues vivimos en una sociedad tomada por la mercadotecnia y la política no podría sustraerse al trance, sino en la sensación de que eso es todo. De que no hay nada detrás del griterío, de que hasta la crisis se está gestionando – o ingestionando – desde los esquemas publicitarios, como si no fuese espesa y tangible sino un vericueto virtual al que se puede ahuyentar con frases agraciadas. ¿Servirá como espantapájaros la evocación a brotes verdes, a luces al final del túnel, a la sensibilidad social, a que con nosotros esto no pasaría? Nada sugiere otra cosa que el deseo de salvarse de la quema o de brotar de las brasas. No hay debate de propuestas, ni exposición articulada de medidas. Sólo monólogos entrecruzados en los que se refunfuñan jaculatorias de autobeatificación, por la vía de la inocencia propia o de la culpabilidad ajena, pues ambos trucos valen en los llamamientos al combate nocturno de las mesnadas de espíritus.

El ruido de los eslóganes resuena con particular virulencia porque se grita en el vacío y como mucho hacen eco. En nuestra república escasean los valores compartidos, cuesta encontrar la expresión de los principios cívicos de una democracia. No suelen difundirse como base de la convivencia constitucional las ideas vinculadas a la libertad, el pluralismo, la tolerancia, la justicia social, la participación política, la ética, las virtudes del buen gobierno… Si se habla de ellas es en negativo, para reprocharle al adversario que no las respeta o no las comparte, pero sin que correlativamente se realice un esfuerzo por propagarlas, desde la política o los medios de comunicación. La misma introducción de la Educación para la Ciudadanía en los programas de estudios llevó no a discutir sobre cuáles son los valores constitucionales básicos, sino sobre la pertinencia de su transmisión.

Esta banalización de los principios democráticos ha llevado a una grave falla. El sistema se mantiene sin el soporte de valores compartidos y sobre la publicidad sectaria que busca adjudicarse el monopolio de los principios democráticos, acá la defensa de la Constitución, acullá la solidaridad. En más de tres décadas no se ha elaborado un bagaje argumental específico que defina y difunda las nociones en que se basa la democracia.

Resulta sintomático que, de rechazo, el único debate que ha habido en los últimos tiempos relacionado con esta cuestión no tenga que ver con el respaldo social a nuestro régimen constitucional, sino con la guerra civil y el franquismo, lo que se ha dado en llamar “memoria histórica”. Se ha planteado en términos de combate político y de cuestionamiento de la transición. La legitimidad de la democracia se hace depender no de su funcionamiento o del grado de adhesión ciudadana – por lo que sabemos muy alto -, sino de la interpretación de sucesos de hace siete décadas, pues no hay amnistía que valga y es preferible la justicia histórica a la convivencia.

Esta interpretación del pasado no es histórica sino política. Acomodada al ambiente, queda reducida a la repetición machacona de eslóganes que identifican “las fuerzas de progreso” con la democracia republicana y buscan la legitimación actual – y la deslegitimación del otro – en sucesos del pasado. Hasta aspavienta un antifranquismo aprés la lettre, cómodo y autosatisfactorio, para demostrar treinta años después que se está con los buenos. Los gritos de guerra de los ejércitos de los muertos, que en el imaginario celta de Escocia combatían entre sí, pueblan nuestra democracia. Sigue huérfana de valores cívicos y está cercada por los eslóganes, que es en lo que han dado las ideologías.


Publicado en El Correo

Por Manuel Montero

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