LA METAMORFOSIS por ÁNGEL RESA
El 9 de agosto viene a cerrar una novela detectivesca de la que ya se conoce al ‘asesino’. Los capítulos anteriores van desvelando la identidad del ‘malaje’ que a la una de la madrugada del 10 tira del cable aéreo por el que Celedón retorna a su enclaustramiento monacal en la torre de San Miguel. Pérfido tipo donde los haya ese sujeto que decide a golpe de sokatira el final cronológico de las fiestas, aunque la multitud se resiste a abandonar el jolgorio por decreto. Estira la noche ‘after hours’ antes de que Vitoria, ya en la mañana de hoy, se tumbe a dormir una siesta quincenal de ritmo cansino, ojos somnolientos, pijama y orinal. Además ayer fue jornada de visitantes, que vienen a saludar a La Blanca en el último fin de semana disponible. Eso de que acudan los forasteros contribuye a levantar el ánimo cuando el ciclo divisa la pancarta de la meta.
Desde el derrumbe catastrófico de Lehman Brothers –aquel banco estadounidense que presumía de Titanic hasta su buceo en las aguas abisales mientras la orquesta tocaba- hemos vivido a golpe de recortes bajo el mando castrense de una canciller cuyo peinado recuerda a los maceros de la Diputación. Nos han encogido los bolsillos y el alma. Y claro, el adelgazamiento se entromete por todos los resquicios. También en el programa festivo de un tiempo a esta parte. De ahí que los recortadores sustituyan a toreros y caballeros montados, que los fuegos artificiales huyan con sus tracas a otra parte o que a la plaza de Los Fueros la abandonen los conciertos. Vale, queda un montón de actos para la jornada del epílogo: patatas y pintxo-pote solidarios, chorizada en el sentido alimenticio del término –no hablo de mangantes-, hinchables infantiles en El Prado, manos a las cinturas escrutadas por los reyes godos, gigantes y cabezudos, el hombretón que devora niños, el zoco árabe, los bertsos del Machete y la música de la Banda, teatro en el Principal y el toro incendiario por el tramo de Olaguíbel. Pero permítanme despedir la sección por este año con un tributo sincero a carta cabal.
Ayer se despidió del Ogueta don Augusto Ibáñez Sacristán. A los 45 años, con el nervio de un juvenil y después de tantas vueltas al ruedo, Titín III cerró su idilio permanente que le une al altar del frontón vitoriano. Aquí logró la txapela del Cuatro y Medio que le debía la pelota y nueve títulos de La Blanca. Como los viejos rockeros que dejan el sonido intenso y los aromas buenos, el delantero de Tricio lleva una temporada de homenajes itinerantes que concluirá dentro de un mes en un Adarraga rendido a la precisión cirujana de sus remates. Allí dejará para historias y leyendas el gancho al ancho que bota con violencia a centímetros de la chapa lateral, las dejaditas al txoko, la defensa numantina de un pelotari irredento, ese modo adolescente de arrojarse a la contracancha para salvar pelotas imposibles, el muelle con el que dispara al público de sus asientos, los juramentos en hebreo del ganador nato que mira la derrota a la cara y con desprecio.
Se va el veterano que ha roto tantos pantalones blancos por tratar de devolver balines que muchos jóvenes ni osan alcanzar. Titín III es un blusa veterano que siente el Ogueta como las cuadrillas de antaño (y del cestaño), de ayer y de hoy llevan La Blanca impresa en el pañuelo anudado al cuello. Ayer fue una jornada triste por la retirada de dos mitos. Celedón volverá dentro de 359 días si el tiempo y la autoridad lo permiten. O aunque no. Don Augusto ya ha alquilado un cuarto en la pensión eterna de los aficionados.