MOBILIARIO  por ÁNGEL RESA

En estas fechas carnavalescas conviene apuntarla el refrán. “A mal tiempo, buena cara pintada”

Allá cada cual con su disfraz. Nada que reprochar a quienes son obedientes a las fechas marcadas por el calendario para divertirse de manera colectiva. Que si fiestas patronales, que si Nochevieja, que si Carnaval enfrentado a doña Cuaresma… Además, la situación está más chunga de cuanto se ha escuchado esta semana en el Congreso. La macroeconomía sí parece vivir en otro país, traza una línea paralela a las finanzas domésticas sin capacidad de encontrarla nunca. Así que el personal aprovecha cualquier circunstancia programada para embozar sonrisas bajo los velos que cubren estos días los rostros. Y su derecho le asiste, faltaría más. Hay otro sector de la población que se niega a divertirse por decreto y escoge sus propios momentos particulares en los que pasarlo bien. Tan respetable un derecho a decidir como el otro, claro está.

Una compañera de Inglés andaba el jueves exultante porque lleva los carnavales en su denominación de origen. Como tolosarra de nacimiento vino a comentarnos que ni Río de Janeiro con sus pelvis cimbreantes ni Venecia con su elegancia lánguida de las máscaras hermosas. Para buenos, los de su localidad natal, “los mejores del mundo”, añadió en un ataque de sinceridad bilbaíno. Los Chimberos ensalzaron la categoría de los vitorianos con su célebre canción dedicada a los pintores y el apremio al maquinista para llegar a la estación en hora. No vendría mal importar un poquito del clima carioca porque aquí los participantes en el desfile marchan con todas las partes corporales pasadas por agua. Una pena, la verdad, después de meses ensayando coreografías en salones asociativos y polideportivos colegiales. Repiten tanto la música durante semanas enteras que deben llevarla adherida entre el cerebelo y el bulbo raquídeo. Ya saben: a mal tiempo, buena cara pintada.

Sea cual fuere la opción particular de cada uno nunca es desdeñable asistir a un programa que anima Gorka Aginagalde después de que los pintores desciendan del tren al final de la calle Dato y los animosos participantes vistan a El Caminante. Ese gigantesco modelo vitoriano por antonomasia que sirve para ponerle un roto o cascarle un descosido. Lo hemos visto ataviado de tantas formas que ya nada le sorprende desde el ático donde lo divisa todo. Los carnavales tienen algo, o mucho, de travestismo humano, de mostrarnos distintos durante unas jornadas. ¿Quién no ha deseado alguna vez experimentar otra vida diferente? Aunque solo sea para librarnos temporalmente del cuerpo nuestro de cada día. Así que te toca el hombro un Bob Esponja, un corsario, una macabra encarnación de la familia Adams o un cura y se asusta uno ante la proximidad de la extremaunción. La frase siguiente es de manual. “Ah, coño, si eres tú”.

El clima influye mucho. Lo hace cada día en el ánimo de la gente y hemos de convenir que el vitoriano incita más al recogimiento que al desparrame. Si una de las funciones del Carnaval consiste en acentuar la concupiscencia, aquí lo tenemos complicado con tantos refajos interiores. A nuestro sambódromo particular que arranca en Zaramaga y concluye en La Florida los castigan el frío de la época y el agua que moja euforias. Así que enhorabuena a los valientes que desafían las inclemencias meteorológicas –tomen tópico de expresión hecha- y a mostrar en público cuanto han ensayado durante los fines de semana a la vuelta de las navidades.

Detrás de la ventana llueve y llueve, que cantaba Serrat. A través de ella veo pasar a una chica felina, salpicada de motas ‘leopardianas’ de la cabeza a la cola. Por el reloj me imagino que acude a la cita con la calle Dato, que concentra el pistoletazo de salida entre la estación ferroviaria y la morada perenne de El Caminante. Dudo si disfrazarme a última hora o no. Creo que lo haré de columnista porque, total, cuando el martes se le eche tierra encima a la sardina, cada uno regresará a la existencia que le toca. Y ahí no valdrán máscaras que oculten una realidad burlada durante unas horas por un ejercicio de travestismo.