No hay muchas razones para el optimismo. ETA está exánime gracias a la labor policial -no a las presiones de su entorno y colaterales-, pero el tratamiento que los demócratas le dan al atisbar su final es capaz de levantar a un muerto. Se la trata con respeto, como si mereciese alguna consideración política. De pronto parece olvidarse su carácter de organización terrorista dispuesta a cargarse la democracia a base de asesinatos y con el empleo de todo tipo de tretas, incluso con tramas civiles. Según pasan los meses sin violencias –pero en su concepto la tregua no es el final sino un descanso- se la menciona como si todo hubiese sido una especie de aventura ideológica, la expresión de una opinión política, no la brutalidad del crimen. La forma en que se la trata coincide bastante con el esquema en el que ETA se reconoce a sí misma. Tienen razones para congratularse por su éxito.
Todo gira en torno a Sortu y a sus relaciones con ETA. Lo de siempre, en cuanto este mundo hace un movimiento, o lo amaga, los demócratas se descomponen: se eleva la bronca entre los que ya estaban embroncados; riñen entre sí los que por un casual estaban de acuerdo en algo; se agrietan los partidos; las disensiones se trasladan a la política española; y el mismo partido de Gobierno (en España y en el País Vasco) es capaz de sostener dos o tres versiones diferentes de la situación, reñidas entre sí.
Lo extraño del caso es que este guirigay no lo producen cambios de las circunstancias ni el advenimiento de sorpresas imprevisibles –desde hace décadas en el País Vasco no ha habido una novedad que no se haya anunciado varios meses antes-. Se debe a que en este trance luchan las opiniones distintas sobre qué es ETA, sobre su final y sobre cómo le irá a cada cual en esa feria.
Repasemos: llega la tregua y Batasuna da en mudarse en Sortu (o fue al revés: la secuencia cronológica es irrelevante en este enredo). O quizás trasmuta, ya se verá. La decisión gubernamental fue pasarle la patata los jueces. Su legalización no depende de que haya manifestaciones de apoyo o mociones parlamentarias a favor, sino de que la nueva fórmula no sea una continuación de Batasuna y se compruebe la autenticidad de su conversión a la democracia; que no sea una patraña, lo que bien pudiera suceder, dados los precedentes. Sólo faltaba que se admitiese a Sortu como demócrata y luego resultase que todo era una estrategia de ETA: ya sería.
El tinglado se ha montado a partir de tales circunstancias, como si no estuviesen claras. El nacionalismo en conjunto reclama la legalización de Sortu. Aceptan la palabra de sus promotores por la que, si bien no se arrepienten de sus pecados, hacen el propósito de enmienda (un imposible teológico, pues no se puede enmendar sin reconocer el yerro). La postura nacionalista era previsible, pues en su visión
Incrementa la confusión que las posiciones de hace unos años se difundan como un hallazgo sobrevenido en esta coyuntura. Los nacionalistas hubiesen encontrado repudios batasunos de la violencia en cualquier discurso que no ensalzase expresamente a ETA. Otrosí: lo mismo que sucedió acerca de Batasuna, cualquier decisión sobre Sortu la interpretarán como fruto de los intereses partidistas de PSE y PP, como insinúa Urkullu. Quizás nos cantaría otro gallo si las prevenciones que gasta el nacionalismo moderado con los constitucionalistas las tuviese con la “izquierda abertzale”.
Sin embargo, el mayor desatino nos viene esta vez del PSE, partido al que se le quería suponer seriedad en este tema. No la han demostrado. Iniciado el proceso judicial que determinará si Sortu es o no continuidad orgánica de Batasuna, no se entiende a qué vienen llamamientos socialistas a que se legalice, a que se haga un valeroso acto de fe o se considere una evidencia la separación batasuna del terror, del que sólo cuatro ignorantes tendríamos alguna duda. ¿Y puede sostenerse que la derecha quiere que fracase un hipotético “proceso de paz”? Son presunciones que desplazan la responsabilidad del terror. Estas teorías conspirativas calan: estos días hasta se oye que el PP no dejará que ZP acabe con ETA, como si las cosas fueran sencillas y ZP tuviera alguna varita mágica. De ahí a suponer que si ETA sobrevive será responsabilidad de la derecha –o de quienes dudan de Sortu- no hay más que un paso. Por otra parte ¿todo depende de las valentías? ¿juegan algún papel? Pues apaga y vámonos.
Una vez Batasuna/Sortu (táchese lo que no proceda) ha ocupado el centro de la política vasca vuelan las ficciones. Se las toma como si fuesen hechos. Cada cual tiene su relato sobre ETA y Sortu, incompatible con los demás y basado en las querencias ideológicas. No se habla de las implicaciones del terror, sino sobre las virtudes de las ficciones propias, resistan o no un contraste con la realidad. Es muy grave cuando se sigue pensando que el fin de ETA no es en sí el término del terror sino el proceso político por el que se pondrán las circunstancias para que los terroristas se animen a dejarlo. Esta idea, que equipara el fin del terror con cambios políticos de su gusto, es quizás la principal victoria de ETA. Confiemos en que sea póstuma, aunque cabe dudarlo mientras se la aúpe con las fábulas doctrinales.
Publicado en El Correo.