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“La democracia soy yo”

También sucede cuando las cosas van bien, pero se nota más en los momentos de crisis. Las propuestas políticas nos llegan vacías, con el aire de lemas publicitarios. Contienen sólo dos afirmaciones: nosotros queremos lo mejor para todos; el adversario es un horror, sin proyectos ni buenas intenciones. El discurso de unos y otros coincide. Lo único que dejan claro es que su llegada al poder (o su mantenimiento) nos traerá la dicha, pues nos mandará buena gente (la mejor) y nos librará de la pandilla de patanes desvergonzados que son los otros. Así se ahorran decir qué harán cuando lleguen al Gobierno o repitan.

En este esquema conceptual se basa hoy la política española. Rehuye las ofertas programáticas concretas y busca la adhesión ciudadana a partir de despliegues identitarios, que nos sitúen en el lado bueno de la historia, sea el centro-derecha, la izquierda o el nacionalismo.

La gente ve a los políticos como perfectamente intercambiables, como si fueran el azar, la familia o los amigos –pero no la ideología– lo que les han situado a la izquierda o a la derecha, sin que note diferencias en actitudes, autocomplacencias o alejamientos de la ciudadanía. Sin embargo, los políticos se muestran convencidos de la profunda diferencia moral entre ellos y el adversario; y de que la ciudadanía comparte sus demonizaciones. Por eso son innecesarios desarrollos ideológicos. Basta mostrar la bondad propia y revelar día tras día la incompetencia ajena, asociada a idearios perversos.

En esta democracia sin ideología lo único que se deduce del discurso es la concepción sectaria de la política. Nuestra democracia no cultiva la aceptación del contrario, sino su repudio. Cada cual se considera el depositario de la verdad democrática y el adversario es alguien a quien denigrar. Como si existiese una sola verdad democrática, de izquierdas, de derechas o nacionalista, y los demás la socavasen.

De ahí que se viertan versiones sorprendentes. De creer al presidente del Gobierno, no salimos de la crisis por la actitud mezquina de la oposición. Según los populares, el desastre se debe a que el PSOE está al mando; cuando lo sustituyan, ataremos los perros con longanizas. Todos vienen a decir que si ellos estuvieran solos, sin discrepantes políticos, las cosas irían mejor: no habría crisis o la hubiéramos superado en dos patadas. Para todos sobran los otros. “La democracia soy yo” y los demás unos impresentables sin poso democrático (o directamente ilegítimos) vienen a ser las ideas centrales del sectarismo nacional, formado por partidos con vocación de partido único.

Cuando todo va mal, se difunde la idea de que la responsabilidad es ajena –de la oposición o del gobierno, según quien hable-. Y de que todo se solventaría birlibirloquemente si les dejasen solos y no existiese la contraparte.

La política española se erosiona en la opinión pública en gran medida por este tratamiento sectario de la democracia. La incapacidad de definir posiciones propias -más allá de algunos lugares comunes y del voluntarismo- se suple con la abominación global del contrario.

Tras más de tres décadas de democracia ésta va perdiendo madurez. La responsabilidad de entender que la democracia es un bien común y no un monopolio propio estaba más asentada en la transición. Vamos hacia atrás.

Publicado en Ideal.

Por Manuel Montero

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marzo 2011
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