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Héroes

Inteligencia regional

España no ha sido nunca un país dotado para el espionaje. Es uno de nuestras carencias históricas. Hemos tenido más misioneros que espías. Representan actitudes diametralmente opuestas. El misionero quiere mostrar las excelencias propias, convertir, que lo sigan. El espía aprende de los demás, averigua qué tienen que no tengamos, para copiarlo o usarlo. No es lo nuestro. Cuando los jerifaltes autonómicos recorren el mundo no lo hacen con el fin de ilustrarse con lo que hay por ahí, sino para enseñar las excelencias propias, mostrar al extranjero las maravillas de su autonomía. Van de misiones.

Es una lacra lacerante la poca inclinación nacional al espionaje. Hubo un ramalazo de esperanza con la aparición del Estado de las autonomías. Se atisbaba la fundación de servicios de espías autonómicos, para espiar a las demás comunidades autónomas: los andaluces a los madrileños, los asturianos a los aragoneses, éstos a los catalanes, los catalanes a los vascos, los vascos a todos, y así sucesivamente. Para copiarles la legislación, imitarles el gobierno… con vistas a una sana emulación autonómica que nos regeneraría.

Por lo sucedido, no cabían grandes ilusiones. Persiste nuestra incompetencia en asuntos de espionaje. Las autonomías se miran de reojo las legislaciones y demás, pero no para copiar lo bueno y ahorrarse los errores. Se observan con el objetivo de hacer las cosas totalmente diferentes a las demás autonomías y así profundizar en la singularidad identitaria. Falla la actitud: sólo nos gusta lo propio, denigramos lo ajeno. No valemos para espías.

La prueba definitiva de nuestra incapacidad congénita para tal oficio ha sido lo de Madrid, esos seguimientos en el Gobierno autónomo con espías truculentos viéndose las cosas. Llegó al delirio: no consumaron la faena, pero idearon un servicio oficial de “inteligencia regional” (sic), respondiendo a una “necesidad específica de seguridad e inteligencia emergente en el Estado de las autonomías” (sic). ¿Alguien da más?

Así las cosas, impresiona el aire cutre de esos (presuntos) espías autonómicos – y esos escoltas que no pillaban que los seguían -, quizás con topos prestos a cantar. Y sobrecoge el objetivo de la “inteligencia regional”. No espiaban para aprender o defender la autonomía. Montaron tal guirigay para que los del PP se espíen a sí mismos, armarse dossiers, vigilarse la vida pública y privada, pillar en un renuncio al compañero de Gobierno y de partido, quizás chantajearle, arruinarle la carrera… El ombliguismo de este espionaje certifica la nulidad nacional en el oficio, ni siquiera en la versión autonómica. Otro fracaso. Nos falta curiosidad, nos puede el zancadilleo. Así no hay forma.

Nuestros espías no tienen aspecto de héroes, sino lo contrario.

El perfil de los (presuntos) espías de Madrid no es exactamente el de James Bond aprovechando los ratos libres para ligar en el casino con la colega maciza. Por la imagen que dan, tomarían cañas (con tapas) todos juntos en el bar de la esquina hablando a gritos de lo buena que está Yoli, la cajera del super. O, si hubiesen sido mujeres, de que el marido llega siempre bebido y una pena que el peluquero sea gay, que si no…

En las películas, el espía, héroe o asimilado suele tener 30 segundos antes de que explote la bomba (atómica con frecuencia) y ha de elegir entre dos cables: siempre acierta y la ciudad se salva. Nuestros espías cortarían el otro cable.

Por Manuel Montero

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