En los medios británicos se ha abierto un debate sobre un tema que siempre me ha fascinado: la música clásica y los aplausos. En el rock no existe ningún problema, claro, porque uno aplaude, vocea, silba, abuchea y hace el simio cuando le viene en gana, pero, en el mundo de los sonidos llamados cultos, la reacción del público se ha codificado hasta un extremo en el que prácticamente se desnaturaliza. Porque el aplauso es simplemente el medio que tienen los espectadores para comunicar al intérprete que les gusta lo que han escuchado, ¿no? Y, sin embargo, en la música clásica se mira con reprobación y desdén a todo aquel que, por ignorancia o despiste, aplaude entre dos movimientos de la misma obra, aun cuando a veces el final de uno de esos segmentos invita claramente a una reacción jubilosa. Y esto lleva al curioso fenómeno complementario: parece existir una especie de competición entre algunos aficionados, llamémosles así, para identificar sin error el final de una obra y aplaudir en el mismísimo momento en que se desvanece la última nota. Incluso a mí, que no frecuento muchos conciertos de música clásica, me ha sorprendido a veces la presteza con que la gente rompe a aplaudir cuando los músicos todavía están en tensión, inmersos en lo que acaban de tocar.
Como resume la BBC, la actual controversia comenzó cuando el responsable de la sección de música clásica de la revista Time Out dirigió una carta al ‘hombre de aplausos ruidosos que se sienta detrás de mí en los conciertos’, criticando esa prontitud antinatural cuyo único objetivo parece ser el de demostrar un conocimiento detallado de la pieza: “La última nota no es el final de la música, el silencio completa la música”, dice Jonathan Lennie, además de citar obras como la novena de Mahler o el ciclo Winterreise de Schubert que exigen esos segundos de transición entre dos mundos. Lo que ocurre es que el debate también ha puesto sobre la mesa la otra obsesión que les comentaba, el veto al aplauso entre movimientos, y un desfile de expertos está puntualizando que ese silencio inquebrantable es una costumbre relativamente moderna: en tiempos de Brahms o Mozart lo normal era aplaudir en esos paréntesis y, de hecho, a algunos compositores no les hacía nada de gracia que el público se quedase pasmado. El eslogan de ‘es sólo rock and roll’ se puede aplicar a tantas cosas que se toman demasiado en serio…
Les dejo con Dietrich Fischer-Dieskau y la última canción del ciclo Winterreise, El hombre de la zanfona, una de mis piezas clásicas favoritas (y lo digo como si supiera, je, je…). Aplaudan si quieren, aunque me parece que, ciertamente, es una música que se prolonga más allá de lo que dura su sonido.