Ayer, después de trabajar, subí a la montaña para ver a Depeche Mode. Como la ruta es larga, por el camino me acosaron las dudas y la añoranza del sofá, pero finalmente mereció la pena la expedición: Depeche Mode –¿cómo pronuncian ustedes el nombre, por cierto? ¿A la inglesa, a la francesa o… a la española como yo?– se reafirmaron como una banda excepcional que trascendió hace muchos años el tecnopop de sus comienzos. Porque lo que vimos anoche no es, desde luego, un concierto de tecnopop, pero tampoco se trata exactamente de un concierto de rock ni de música electrónica: la banda británica mezcla unos ritmos casi brutales, los guitarrazos ocasionales de Martin Gore –que ahora se dedica primordialmente a las cuerdas y no a las teclas–, un frontman a años luz de la pasmada sosería habitual en la música electrónica y unas canciones mayúsculas, que a menudo delatan influencias clarísimas del blues y el gospel.
Sí, Depeche Mode son excepcionales por haber creado su propio estilo y también por haber sabido construir una carrera sólida, sin periodos desechables. Si en 1987, cuando un servidor se compró su primer vinilo del grupo, nos hubiesen dicho que algún día Depeche Mode iban a dar conciertos sin tocar ni un solo tema de sus cuatro primeros álbumes, nos habríamos echado a reír sin parar: ¿cómo no iba a caer, no ya un Just Can’t Get Enough, sino un Everything Counts, un Master And Servant o un People Are People? Pues ya ven, no tocaron ninguno. En realidad, uno se daba cuenta durante la actuación de que podrían prescindir de toda la década de los 80 –que, en cierto modo, es su década, la que alimentó su estilo– y mantener un repertorio potente y atractivo. Eso sí, se agradece que no lo hicieran y que en Kobetamendi sonaran Stripped, A Question Of Time, Fly On The Windscreen y una de mis favoritas, Never Let Me Down Again, mi cumbre personal del concierto. ¿Otros momentos clave? Habrá que citar Home –cantada por Gore, acompañado sólo por un teclista clavadito a Óscar Cubillo–, el Personal Jesus que cerró el concierto y, por supuesto, la definitiva y siempre apabullante Enjoy The Silence, aunque a mí me sorprendieron particularmente temas que tenía en menos estima como Walking In My Shoes o Precious. Incluso algunas canciones del último álbum –regularcillo, digan lo que digan– se sostenían bien con la contundencia del directo.
A ver si algún día hago un post reivindicando A Broken Frame, ese disco eternamente infravalorado.