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Sexo, moda, rumba, samba, mambo

A lo mejor han tenido la relativa suerte de ver por televisión algún reportaje sobre el regreso de Loco Mía. Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante todos ustedes que, en mi condición de veraneante, muy próxima a la de ganado bovino, he llegado a tragarme emisiones tan nocivas como ‘Supervivientes’ -puestos a hacer outing, yo era de Rebecca, qué pasa- o ‘Dónde estás, corazón’, y fue precisamente en este último espacio donde me enteré de que los muchachos salían del túnel del tiempo impulsados por briosos abanicazos. Hace veinte años, por decirlo en sólo tres letritas, Loco Mía eran para mí la hez, porque suponían la síntesis de varios conceptos que detestaba: el hedonismo ibicenco -para aquel yo de entonces, cosa de pijos que disfrazaban su ventaja social de supuesta modernidad, como una actualización bailable de los españoles que presumían de haber vivido el París del 68-, la estulticia lírica -lo de “sexo, Ibiza, Loco Mía, / marcha, Ibiza, Loco Mía” era casi insuperable, aunque ellos mismos lo intentaron con denuedo en su “rumba, samba, mambo”- y, en fin, el triunfo del envoltorio sobre el contenido, tan propio de aquella década.

Pero el programa de marras -iba a calificarlo de cardiológico, pero es más ventricular, de vientre y culo- emitió imágenes de archivo de los locomíos ochenteros y me parecieron mucho más dignos de lo que recordaba. Caramba, casi los vi como un proyecto de vanguardia, con esas expresiones impasibles de maniquí robótico al estilo de Kraftwerk y Gary Numan, esa puesta en escena barroca y demencial y ese convencimiento pleno sobre su propuesta. Al principio lo atribuí a la chochez propia de mi edad, que me hace sentir nostalgia incluso por lo que en su momento odié, pero luego decidí quitarme responsabilidad y achacarlo a lo de siempre, al contraste: hubo un tiempo en que la música comercial española se creyó moderna, con mayor o menor acierto, y se arriesgó sin miedo a traspasar las fronteras del ridículo, pero últimamente parece entregada a glorificar la mediocridad en sus variantes baladista, latina o flamenquita. Es como si se hubiese creado una gran maquinaria para garantizar el aburrimiento, con lo que se abortan todas esas ideas que podrían divertir aun sin gustar.

Por Carlos Benito

Sobre el autor

Periodista de El Correo. Nací en Logroño, estudié en Pamplona, vivo y trabajo en Bilbao.


julio 2007
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