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Íñigo Domínguez

Íñigo Domínguez

Cosas normales en Italia (25 bis): lo imposible

Gracias de corazón a todos por sus palabras que, sin embargo, tienen un grave inconveniente: me han animado a seguir, con evidente riesgo de equivocarme.

Sin movernos del terreno de lo imposible, quería mencionar el apasionante fenómeno de la elasticidad temporal en Italia. También aquí es fácil que me pierda, así que partiré de lo más concreto para intentar terminar Dios sabe dónde, en el infinito y más allá, como en ‘2001, una odisea del espacio’.

El uso del gerundio en italiano, en algunos casos, eleva a una categoría desconocida el sentido de este tiempo verbal. Por lo generoso. Se supone que indica una acción que se está realizando y eso es precisamente lo que sobreentiende un romano a quien se espera durante media hora en una cita y responde al teléfono: «Sto arrivando» (Estoy llegando). No hay que equivocarse. Con escaso margen de error, en la mayoría de las ocasiones lo que quiere decir es que está entrando en la ducha, si hay suerte, y así hay que interpretarlo.

La literalidad en italiano está mal vista, como un exceso de celo. Se debe dejar un margen a la ambigüedad, que permite el juego. Es además mucho más práctico y real para vivir en movimiento, en el río imparable de la vida. Las referencias, sean reglas u horas, son portátiles. También te pueden cobrar cada día una cosa en el bar o en la carnicería, sin llegar nunca a aferrar el criterio regulador. La gente pide descuentos en los sitios menos pensados y a veces se los dan. Absolutamente todo puede dejarse para otro día en el último momento, hasta lo más sagrado, desde un juicio a unas oposiciones, y no digamos una votación decisiva del Parlamento o una intervención quirúrgica. Hasta el inicio de la liga, y con eso está todo dicho. Por ejemplo, hoy se ha decidido, de repente, cambiar la cumbre del G-8 de Cerdeña a L’Aquila, después de dos años de preparativos y a sólo dos meses y medio de la cita. Y que la nueva encíclica del Papa vuelve a retrasarse hasta junio. ‘Slittare’ (resbalar) y ‘rinviare’ (aplazar) son los verbos más socorridos y utilizados. Todo ‘slitta’, todo resbala. Es un país flotante. Además de tener una ciudad acuática e imposible, Venecia.

Lo público, como hemos intentado explicar, se suele descuidar porque no es de nadie. Se adapta a las necesidades personales. En su aplicación al reloj, esa peculiar concepción del tiempo, cuyo uso queda al albedrío de cada cual, está perfectamente reflejada en el cartel del horario de una vieja librería de Via del Pellegrino, en el centro de Roma. «Mañanas: incierto variable. Tardes: de 16.00 a 20.00 (seguro). Tardes de sábado: sólo en los meses no cálidos». Y añade: «En cumplimiento de la convención de Ginebra de 1949 este establecimiento se abstiene de abrir los domingos». En otra tienda suele haber un cartel que dice: «Torno prima o poi» (Vuelvo antes o después). Yo estoy totalmente a favor.

Esta dilatación de las reglas de convivencia, en función de las pequeñas vicisitudes de cada uno, hace que todo sea imprevisible o se retrase. Porque, como repetimos, el centro es el hombre, no el sistema, que es inhumano por definición y exigencias de funcionamiento. Si coincide que ese hombre es uno mismo es una bendición del cielo. Cuando se forma parte del sistema es para desesperarse. Pero eso mismo hace que en este país todo sea posible, para bien y para mal. Todos los que vivimos aquí, como el replicante rubiales, hemos visto cosas que vosotros no creériais. Ferrys que retrasan veinte minutos la salida para esperar a una señora que llega tarde y avisa por teléfono para que la esperen. Revisores que se apiadan de viajeros sin billete y les dejan viajar gratis en primera clase. Aviones que se abren cuando están cerrados. Policías que te cuelan sólo porque estuvieron una vez en España y se lo pasaron muy bien. Profesores que te aprueban porque les caes simpático. En ese sentido es un país mágico. Triunfan los sentimientos, como en las películas. En otro lugar de Europa uno se daría por jodido, pero la individualidad italiana, su sentido de la solidaridad y la extrañeza ante las reglas o estructuras superiores a lo que ocurre aquí y ahora abre espacios impensables. Uno cuenta siempre con poder forzar, aunque sea un poquito, los márgenes instituidos. Se vive más despreocupado. Pero también, y esta es la parte mala, se abren espacios inimaginables cuando a uno le toca chocar irremisiblemente con la ineficacia del sistema. Cualquiera tiene también historias terroríficas para no dormir.

Veamos, como intermedio, las peripecias del pobre Fantozzi, el gan Paolo Villaggio, para cobrar la pensión. Últimamente teníamos un poco olvidado a nuestro héroe, prototipo del italiano puteado, explotado y sufridor, y eso no puede ser, es mascota entrañable del blog:


El tráfico es un ejemplo clásico y aquí ya podemos estar rozando el tópico. Los italianos se saltan las reglas continuamente, pero conducen muy bien y, respetándolas, quizá la circulación quedaría colapsada. Ya hemos contado que un día hubo huelga de mantenimiento de semáforos en Nápoles, los apagaron todos y el tráfico fluyó con toda normalidad como un día cualquiera. En Roma uno puede cruzar la calle por donde le dé la gana, basta mirar a los ojos al conductor que viene lanzado. En nueve de cada diez casos el automovilista se parará sin enfadarse y te dejará pasar, aunque sea en hora punta y tenga encima siete autobuses. Da igual lo que diga el código de circulación para esa situación concreta y quien tenga la razón según las normas. Es más humano pactarlo entre dos personas sobre la marcha. El italiano es comprensivo y tiene un afinado sentido de la piedad. Es extremadamente civilizado en lo privado, aunque el uso de lo público dé una impresión de barbarie. Basta ver lo sucia que está Roma. Un conocido me contó que, pasando por un paso de cebra, un motocilista lo esquivó a toda velocidad y con el clásico sarcasmo romano le gritó mientras se alejaba:

-Aoooo, ¿pero es que crees que estás en Londreeeeees?

Las reglas y leyes fluctuantes pueden causar muchos problemas al recién llegado, porque se cree todo y aún funciona con esquemas normales. En este sentido aterrizar en Italia puede ser una pesadilla. Lo sabe cualquier corresponsal. El teléfono, la luz, abrir una cuenta, cualquier trámite burocrático parece un obstáculo insuperable porque, en general, uno llama y aparece una persona que le dice que necesita 17 documentos distintos y hasta su carta astral, en copia compulsada. Aunque sea para hacerse la tarjeta del supermercado. Ese empleado o funcionario lo suele hacer porque no tiene ni idea, o no se acuerda, o las reglas cambian cada mes y, para asegurar, pide todo lo que se le ocurre. Se castiga al ciudadano sin piedad. Lo mejor en estos casos es mi ‘técnica del concurso’: llamar dos o tres veces a empelados distintos y elegir la respuesta más sencilla, pues tras algunos intentos suele aparecer otro dependiente que simplemente pide una fotocopia del carné de identidad. Esto entre gente que trabaja en la misma oficina, imaginen coordinar un país. Las centralitas telefónicas delirantes de la modernidad, especializadas en marear al consumidor, no han hecho más que disparar este fenómeno.

Aquí tocamos otro punto insondable, en el que por hoy no nos adentraremos, que es el amor al papeleo. Por antigüedad decimonónica Italia es el reino del matasellos, el timbre y el formulario recortable. Pero yo atribuyo a esa desconfianza hacia lo abstracto y al creer sólo en lo que se ve un amor realmente desmedido por el fax. Aunque en el resto del mundo occidental esté en desuso los fabricantes pueden dormir tranquilos mientras exista Italia. Hacer las cosas por Internet les suena a chino y una voz al teléfono es un eco en el espacio. Mande usted un fax, es siempre la respuesta. Se siente el vértigo temporal de un país que vive en otra época. Con la burocracia los tiempos son eternos, otra dimensión del tiempo. Tras la impaciencia inicial se entra en una especie de estado de desinterés, de desapego espiritual y se deja de esperar. Es lo más parecido que conozco a la ataraxia, una serenidad imprevisible que, paradójicamente, Italia proporciona por saturación. Otra lección de vida.

Como todo resbala, o se pospone, o depende de las circunstancias concretas, nadie cree demasiado en nada, cosa que ya hemos dicho. Todos estos retrasos y agujeros en el tiempo que repetimos pueden ser defectos, pero según como se mire son comodidades y, ayayay, como tales son muy contagiosas. Suecos, españoles o alemanes cuadriculados que llegan quejándose de todo al final se ‘italianizan’ totalmente, porque en cierto modo la suya puede ser una forma de vida más saludable. El extremo es que incluso se llega a desear que no se cumpla lo anunciado, como cuando uno era pequeño y la noche anterior a un examen soñaba con una repentina nevada que bloqueaba la ciudad o un ataque marciano. En Italia esos milagros son perfectamente posibles. Todo puede saltar a última hora. Es más, la gente se organiza a veces deseando o dando por sentado que las cosas no serán a la hora establecida. Es más, si es así, a veces se causan trastornos, pues la puntualidad puede llegar a ser juzgada como una exageración, una falta de flexibilidad que es casi vista como no saber vivir. A mí me han reñido por llegar a la hora a cenar a una casa donde estaba invitado, porque ni habían empezado a cocinar.

En medio de este desmadre, insisto, se yerguen ciudadanos rectos integérrimos, hastiados pero aún en pie, que son como esculturas vivientes al héroe desconocido, luchando contra viento y marea sin la menor posibilidad, creo yo, de éxito ni de cambiar nada. Con la gente que todavía cree en los Reyes Magos y los lectores de periódicos son los últimos románticos de este mundo.

Uno de los más grandes ejemplos de alegre elasticidad temporal es el que plantea ‘Non ci resta che piangere’ (No nos queda más que llorar, según mi traducción, 1984), legendaria película de Massimo Troisi y Roberto Benigni, dos monstruos de la humanidad. Interpretan a dos bedeles de un instituto que se quedan dormidos en el coche mientras esperan ante un paso a nivel. Cuando despiertan están en el Quattrocento. Y ya está, así de fácil. Sus aventuras para intentar regresar al presente son memorables. «¡Recordad que debéis morir!», les dice un fraile de la Inquisición, y Troisi responde: «Sí, sí, ahora me lo apunto…». Uno de los mejores momentos es éste, en el que encuentran al mismísimo Leonardo Da Vinci:


Sinopsis: Para los que no dominen el italiano será largo, porque el humor de Troisi y Benigni está en su forma de hablar, sin acabar las frases. Pero haremos el esfuerzo por el cine, qué demonios. Lo traduzco casi literalmente para quien no comprenda bien.

Nuestros héroes, un napolitano, Troisi, y un toscano, Benigni, cada uno retrato de sus rasgos autóctonos, encuentran a Leonardo Da Vinci. Se acercan y empiezan a discutir. «Mira, le decimos, nos hace falta esto, esto y esto, ¿nos lo puedes construir?», dice Troisi. «Pero no, a él qué le importa, imbécil, él tiene que pensar que somos dos científicos, tenemos que despertar su curiosidad, decimos cosas que le dejan impresionado».

Pasan al lado y Troisi dice haciéndose el interesante: «¿Pero nueve por nueve serán 81?». Benigni le sacude: «¡Hemos terminado con Leonardo, vas con la tablita de multiplicar a Leonardo Da Vinci! ¡Cosas científicas! Déjame hablar a mí». Vuelven. Empieza el diálogo:

-En la naranja está la vitamina C…
-¿Quiénes sois?
-Somos… dos… digamos colegas… somos también ingenieros, científicos, descubridores, hemos hecho un montón de patentes, inventamos, hacemos un montón de cosas…
-¿Qué está haciendo?
-Un experimento con las palas y el agua…
-¿La corriente?
-La corriente… la corriente es… peligrosa, peligrosa, te arrastra, si usted intenta nadar contracorriente, nada, no lo consigue… peligroso… no para los ingenieros, sino para el que nada…
-Oiga, nosotros queríamos desarrollar estas cosas científicas que hemos dicho con usted, si tiene un poco de tiempo…
-Podemos hacer una consulta… entre inteligencias…
-Vamos, vamos a la tienda estudio.

En la tienda:
-Bueno Leonardo, no hay que perder tiempo. Estoy emocionado porque es la primera vez que… Entonces… Nosotros, las cosas que te hemos dicho antes, estos conceptos científicos, hay que construir sobre esto, aparatos…
-Nosotros sería como, como decir, que nosotros metemos las ideas, trabajamos con la inteligencia, tú construyes, ta, ta, lo que salga al final, faltaría más, se divide a la mitad… bueno, 33, 33 y 33, mejor dejar claro estas cosas que… Bueno, te explica él.
-Bueno, a ver alguna de estas invenciones que tenemos en el archivo… ¡La gente va a pie o va a caballo! No es verdad, hay otra manera, el tren. El tren está construido así Leonardo: dos vías, más fácil y se muere… pero dos vías largas, puedes llegar a África, no te preocupes, dos trozos de hierro, los sabéis construir ¿no? De hierro, duro, con cosas de madera dentro, y vas donde quieras, das curvas, subes, bajas,… Bueno dibujo peor que usted, perdone si me permito… Zas y zas, esto son las vías, la madera, y encima está el tren, todo de hierro, el humo que sale, tuf, tuf… ¿Cómo funciona? Se tira la leña en la caldera, el calor desarrolla energía y…
-¿Entonces va con una chimenea?
-No, no, es un mecanismo diverso…
-Echando leña se mueve…
-Bueno, otra cosa… ¡El obrero! ¡Marx! El capitalista explota al obrero, que no sabe que es un obrero, la conciencia de clase… la huelga ¿Cuánto me quieres hacer trabajar? ¡Hago la huelga!… Ehhh, ¡Freud! Dice esta mesa ¿qué es? El lapsus freudiano, tu madre te gustaba, complejo de Edipo, el inconsciente… Buuff.
-Perdona, Leonardo, una cosa simple, facilísima, el termómetro. Una cosa de cristal, mercurio, todos los numeritos, sirve para saber si tienes fiebre, te lo pones aquí, o en la boca. Si el mercurio llega a 35…
-¡Débil!
-Débil, mírame a mi.
-36, normal, 37…. eehh
-Rojo, rojo, lo ha tenido mi hermana…
-Rojo, un poco de fiebre, 38 un poco más, tienes que quedarte en casa, no sales, qué frío, una cosa… 41, 42, rojísimo, al hospital…
-¿35?
-Exacto, 35, débil, te sientes…
-¡38!
-38… ¡Leonardo! No, lo ha dicho antes, bueno, gracias, nada, nos vamos… Si quieres quedarte, quédate, yo me voy…
-Escúchame Leonardo, con calma, si nos ponemos… ¡El semáforo!

Pasa la tarde. Cae el sol.
Benigni vuelve y Troisi le está enseñando otra cosa.
-¿Entendido? No, no me digas que entiendes y luego no has entendido nada, ¿por qué no me lo dices: no, no he entendido, explicámelo otra vez?
-He entendido.
-Sí, pero pones un cara… Vamos a probar. Atención. Cojo cuarenta cartas, ta, ta, barajo, corto…
-¡Cortas para no hacer trampas!
-Eso es, muy bien. Tres cartas a ti, tres para mí… En la mesa… ¡Atención Leonardo, no me hagas…! En la mesa settebello (el siete de oros), as de oros y ocho de espadas. Tú tienes el ocho de bastos, ¿qué coges?
-¡Settebello y as de oros!
-Muy bonito ¿ves cómo no has entendido nada y dices que sí? ¡Si tienes un ocho tienes que cogerlo!
-¿Pero por qué?
-¡Mamma mía! ¡Porque es una regla!
-Venga vamos, déjalo.
-¡Ni siquiera la escoba, es que es una cosa…!
-Arrivederci, maestro, gracias.
-Arrivederci, maestro, pero mamma mía…

Desde luego, qué cabezón este Leonardo. Las reglas son las reglas.

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