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Gracias Iñaki

Esta puta vida es así. Tienes un sueño, una ilusión. Por el que entrenas, te cuidas, te preparas, te mentalizas. Durante meses. Años incluso. Y un par de meses antes del día ‘D’, la realidad te enseña lo que de verdad es importante. Te da un sopapo de los que te despiertan de sopetón. Mi sueño era la Hiru Haundiak 2014. Y el sopapo, el cáncer de garganta de Iñaki. De Potolo. Un buen amigo. Mejor que eso, un amigo bueno.

Así que, de repente, la prueba con la que tanto tiempo llevaba soñando se había convertido en algo menor, anécdótico casi, ante la laringectomía a la que sometieron a Iñaki diez días antes de la fecha de la prueba. Esa era la carrera de verdad. Y la quería correr con él. Pero él tenía que correr conmigo la Hiru Haundiak. Esa era la condición. Y se convirtió en mi motivación. Ya no correría esta HH por afán de superación, por orgullo o por buscar mis límites. No. La iba a correr por Iñaki.

Y con esa idea, y un pequeño nudo en el estómago, llegué a Araia el viernes por la tarde, con Oihan y Bego, compañeros de fatigas durante tantas horas de entrenos y dos de los protagonistas del reportaje que escribí sobre la edición de hace dos años tras vivir la carrera muy de cerca, aunque desde la barrera. Ahí fue cuando la convertí en mi sueño. Pero ahora tocaba vivirla desde dentro. Sentir en primera persona lo que otros me habían contado.

La logística de la Hiru Haundiak es muy particular, sin duda condicionada por ser una carrera en línea. Todo está centralizado en Araia, la meta. Allí entregan los dorsales y la bolsa de corredor y allí dejas la mochila para la base de vida de Landa. Y a las diez y media de la noche, cuando los nervios comienzan a acelerar los corazones, todos a los autobuses que te trasladan a Ondategi. En el tumulto pierdo de vista a Oihan y Bego y subo a mi autobús con David y Josemi, lo otros dos compañeros del periódico que van a hacer también la HH. Una vez en la salida, aún queda media hora larga para un tomarte el último cafecito, ajustarte los cordones y la mochila, saludar a los que no has visto en Araia o acabar de comerte las pocas uñas.

Este año la organización había cambiado la salida. En lugar de hacerlo en el aparcamiento del polideportivo, la había desplazado a un parque cercano, más amplio, sin duda condicionada por en nuevo récord de 1.700 participantes. Una decisión adecuada con una pequeña pega. El embudo para pasar la alfombra del chip era mucho mayor. Y con ello, los nervios de los participantes con la sangre más caliente (como yo). Sí. Así es. Tardé casi cinco minutos en cruzar la línea de salida, es decir, en validar el chip y que empezase a correr mi tiempo. Pero mi cabeza no estaba en ese momento para apreciar ‘pequeños’ detalles como ese. Lo único que mi neurona procesaba en ese momento es que ¡había perdido cinco minutos! ¡Cinco minutos, dios mío! En una carrera en la que iba a terminar más cerca de las 24 horas que de las once del ganador… Mientras en mi mente retumbaba el comentario que Oihan me hizo apenas cinco días antes en La Cruz, cuando fuimos a reconocer el primer tramo de la carrera y tardé dos horas y ocho minutos entre Ondategi y Gorbeia: “Fernando, hemos venido hasta Murua de charleta, casi de paseo, así que el día de la carrera bajas seguro de las dos horas hasta La Cruz” (lo siento Oihan, pero mi conciencia necesita encontrar un culpable).

Y, claro, yo a cumplir. No me aguanté ni a salir de Ondategi. En cuanto el tapón de gente me lo permitió, a la altura de la iglesia, eché a correr como alma que lleva el diablo (entiendase que para mí esa expresión significa un ritmo de seis o siete minutos/kilómetro… siendo optimista) adelantando a gente y más gente en el llaneo por pistas hasta Murua. Y desde allí, donde realmente empezaba la subida al Gorbeia, al paso más ligero posible, trotando en los tramos de recuperación. Con la perspectiva de los días que han pasado, me queda el consuelo de comprobar que mi obcecación al menos no me impidió disfrutar de la espectacular luna llena que nos deparó la noche, que permitía incluso prescindir de los frontales en algunos momentos, de la increíble serpiente de luces tintineantes que iluminaba toda la subida al Gorbeia, desde Murua hasta La Cruz, de las decenas de personas que aguantaron en La Cruz al paso no solo de los primeros, sino del multitudinario pelotón popular, animando a todos por igual. Fue uno de esos momentos de piel de gallina, de los que justifican por sí solo haber tomado la salida y todas las horas de entrenamiento que llevas a cuestas.

Pero aún poseído por la neurona, tampoco era cuestión de parar a saludar a Jagoba (¡pena de no haberte visto allí arriba, Adonis, pero gracias por estar!) y a otros conocidos. Control de chip bajo La Cruz con el objetivo conseguido (¡1h.56’56”!) y a tumba abierta hacia Ubide (km. 21,2), donde los dos últimos kilómetros previos de llaneo ya empiezan a pesar en las piernas. Un trago de agua rápido y a por Otxandio (km. 26,8), donde espera el primer avituallamiento sólido. Cruzar el pueblo a las cuatro y pico de la madrugada con los bares abiertos y decenas de personas animando supone otro chute de motivación. ¡Qué grande es este deporte y su gente! Llego al frontón y en diez minutos me hidrato, relleno botellines, como algo y vuelvo a la carrera. Me siento fuerte, con ganas y el ánimo por las nubes. Llevo una media que ni en el mejor de mis sueños. ¡6,5 km/h! ¡A este ritmo me planto en Araia a las cuatro de la tarde! ¡A las 4! ¡Esto es un sueño! ¡Joder Potolo, me estás dando alas!

Todo marcha sobre ruedas. ¿Todo? Los primeros kilómetros tras Otxandio, camino de Orkiola, son llanos. Después espera el Anboto, así que prefiero tomarlos con tranquilidad. El tramo entre Otxandio y Urkiola son ocho kilómetros y medio de cómoda subida. Salvo un par de rampas de no más de doscientos metros, cuestas tendidas. Al principio es llano y troto un rato, pero vuelvo a caminar. Y llega la primera cuesta. Nada del otro mundo. De las de ni alterar el ritmo. Y noto que las piernas no me van. Son puro plomo. La suave cuesta se convierte en un muro. ¡En un puto muro insalvable! La gente me empieza a adelantar por izquierda y derecha. ¡Una ancianita con taca-taca de paseo hubiese parecido Kilin Jornet a mi lado!

Y empiezo a echarme la bronca. Es curioso el proceso mental que experimento cuando voy al monte. Suelo, y me gusta, ir solo. Con mis pensamientos. Llevarme los problemas o las alegrías y analizarlas, disfrutar en solitario del paisaje, del silencio (no entiendo a los que llevan los cascos, todo lo que se pierden), de mis sensaciones. Y cuando hablo conmigo mismo es que algo no va bien. Pero esos ‘autodiálogos’ (con perdón de la palabreja) tienen dos vertientes. Cuando simplemente me hablo es que estoy derrotado, abatido. Pero cuando me hecho la bronca no todo está perdido. Busco la motivación. Es como el entrenador que arenga a sus pupilos. Es fundir la asunción del error con la determinación del objetivo a cumplir:

“La has cagado Fernando. ¡Si es que eres gilipollas! 100 kilómetros por delante y echas a correr en la salida como un poseso, como si fuera una carrera de 20 kilómetros. En vez de pegarte a Bego e ir tranquilo, a ritmo. ¡Que es lo tuyo, joder!. Por algo Kaikuland te bautizó ‘míster Diésel’ el año pasado en el Desafío Cantabria. ¡Eres un capullo! Aún te quedan 60 kilómetros, incluyendo las ascensiones a Anboto y Aizkorri y ya estás fundido. Pero te vas a joder. Hoy no te vas a retirar. Hoy no estás aquí por ti, ni por tu ego ni por tu orgullo. Hoy estás aquí por Potolo. Lo llevas en el pecho y le vas a llevar hasta la meta. Así que cambia el chip mental, échale c…, ármate de paciencia y sigue andando. Aunque llegues a las doce de la noche. Pero vas a llegar. Vas a llegar.”

Es alucinante lo que hace la motivación. El sábado ni por un momento se me pasó por la cabeza la retirada. Nada que ver con la Goiherri 2 Haundiak de hace un año. Andar, andar y andar. Un paso tras otro. Hasta Araia. Es el objetivo. El único objetivo. Se lo debo a Potolo.

El día comienza a clarear llegando a Urkiola y amanece a los pies del Anboto. Primera prueba de fuego. La mole rocosa se exhibe desafiante entre las brumas de la mañana. Es una ascensión sin concesiones. 260 metros de desnivel en poco más de medio kilómetro de recorrido. La pendiente media roza el 50%. Cabeza entre los bastones, ojos en el suelo y para arriba. No hay reloj. Solo una meta: llegar a la arista, donde este año se ha instalado el control. Nos quedamos a unas decenas de metros de la cumbre porque en vez de bajar por la cara sur, demasiado peligrosa y en la que los accidentes aumentaban cada año, lo hacemos por la misma de subida. Avanzo metro a metro, procurando no estorbar a los que me adelantan, algo difícil en este terreno tan rocoso. Alguno anima. “Venga, que falta poco”. Sonrío para mí. El hayedo queda atrás. Ya solo hay roca alrededor. Es una buena señal. La arista está cerca. Un recodo en una peña y por fin veo en lo alto el control. Ya está ¡Ya está! El primer muro está superado. Fichaje y para abajo.

Bajando disfruto. Por primera vez desde que he salido de Otxandio. Me gustan los terrenos rocosos. Me desenvuelvo bien en ellos. Saltar de piedra en piedra. ¡Y las piernas responden! Creo que bajo a buen ritmo y adelanto unos cuantos puestos. Hay un hilo de esperanza. Quizá solo ha sido la pájara de la madrugada, fruto del sueño. Relleno los botellines en el collado Zabalandi, como otro plátano y una barrita y a por el Oriol, tras bordear el Ipizte. El suelo vuelve a ser rocoso y sigo moviéndome bien, pero en cuanto el terreno pica hacia arriba vuelvo a chocar con la realidad. No ha sido una pájara. Estoy vacío. Hacia arriba no voy. Definitivamente. Así que la ascensión, como todas las que me quedan hasta el final, es un ejercicio mental. Paso a paso. Sin agobiarme. Tranquilo. El objetivo es acabar. Llegar a la meta ¿Verdad Potolo?

Corono el Oriol (km. 45,5) a las nueve menos cuarto de la mañana. Ahora toca un larguísima bajada hasta la base de vida de Landa (km. 60), donde comeré, me cambiaré de ropa y empezará otra carrera. Perdón ¿He dijo bajada? Craso error. Bajada sí, pero con una rampa de lo más traicionera en el Jarindo. Una trampa para los que no la conocen y otro ejercicio de resistencia metal para los que ya la hemos padecido en los entrenamientos pero llegamos a ella sin fuerza física. Y luego sí. Una vez pasado el altar del alto de Isuskitza, una rapídisima bajada de dos kilómetros nos deja en Landa.

Entro en el parque cerrado tras once horas y 17 minutos de carrera. Yo todavía no lo sé, pero Jabi Domínguez ha cruzado la meta de Araia como ganador un cuarto de hora antes. Me lo tomo con tranquilidad. No quiero cometer ningún error que me pueda pasar factura en la segunda parte de la carrera. Como. Peor de lo que debo, pero me quedo con la sensación de que el avituallamiento de Landa, el más importante de la carrera, este año está peor surtido que en ediciones anteriores. Busco la sombra de un árbol, me siento en el césped y me cambio de ropa y zapatillas. Una buena noticia: los pies están en perfecto estado. Ni una ampolla, ni una rozadura. Las molestias por mi tendinitis crónica con calcificaciones en los Aquiles me acompañan desde hace ya muchos kilómetros, pero es un sufrimiento que lo doy ya por descontado. Son ya muchos años cargando con él como para convertirlo a estas alturas en una excusa.

Tres cuartos de hora después de llegar abandono Landa. Los milagros no existen, así que el cansancio sigue ahí, pero mentalmente me siento más fresco que nunca. Espera el tan temido parque eólico de Elgea. Pero antes quedan diez kilómetros de ‘subeybaja’ rompepiernas hasta Mugarriluze, donde se encuentra el primer molino.

El parque eólico de Elgea es uno de los mitos de la Hiru Haundiak, casi al nivel de las tres cumbres que dan nombre a la prueba. Aunque en su caso la fama se queda solo en los que lo han probado. Una tortura para casi todos. Por la hora a la que se suele atravesar, por el cansancio acumulado, por el viento, por el ruido, por su perfil de diente de sierra. Diez kilómetros que no se cuentan por metros sino por molinos. 78. Uno tras otro, cual gotas malayas reconvertidas en aspas. Gaizka Barañano me lo había advertido unos días antes. “Llega fresco a Landa y en Elgea recuperarás mucho tiempo. Llega cansado y se te hará eterno”. No puedo evitar una sonrisa al recordarlo mientras voy dejando molinos atrás. Y siguen pasando las horas… 76… 77… ¡y 78! ¡Ya está!. Son algo más de las cinco. Kilómetro 81.

Ya solo queda el Aizkorri, que se ve en el horizonte. Lo que queda se convierte en una cuenta atrás. Larga, pero cuenta atrás. Es el momento en el que la mente visualiza la meta. Y ya no hay quien la pare. Ni ampollas ni cansancio ni nada. En Urbia comienza la ascensión. Por cemento hasta la majada de Arbelar. Y luego ya por roca. Kilómetro y medio hasta la cumbre. Subo a paso de mula coja, pero me siento ligero. Con los que me cruzo ven a un típo grande y sudoroso con pies de plomo subiendo a paso de tortuga. Yo me veo como un rebeco saltando de piedra en piedra… ¡Cima! Kilómetro 90. Son casi las siete y media. Salvo algún imprevisto que no va a suceder voy a cumplir el nuevo objetivo que me he marcado sobre la marcha. Voy a llegar a Araia a la luz del día.

Disfruto como un enano los primeros kilómetros de bajada saltando de roca en roca. Me permito el lujo de correr incluso en algunos tramos. Me vuelvo a atrancar en un par de cuestas. Pero son las únicas. Visualizo la llegada a meta no sé cuantas veces. Me emociono en cada una de ellas. Llego a Araia. Doy la vuelta a la iglesia. Carlos me da la enhorabuena desde la valla. La meta. Allí están Ohian, ¡que ha terminado en 13:36!, Bego, que ha llegado un cuarto de hora antes que yo (¡inmensa!), y Raquel, sufridora silenciosa y damnificada en tiempo y dedicación por mi locura.

El sueño es ya una realidad. Y me siento orgulloso. En paz conmigo. Deportivamente, la carrera ha rozado el desastre. En lo personal soy el hombre más feliz del mundo. Ni un segundo, pero ni uno, se me ha pasado por la cabeza abandonar. La fe no sé si moverá montañas, pero desde luego la motivación sí que hace subirlas.

Gracias, Iñaki. Sin ti, mi sueño de la Hiru Haundiak hubiese seguido siendo eso, un sueño. Ahora queda tu carrera, la de verdad. La que vas a ganar. Porque quieres, porque puedes, porque te lo mereces. Y porque todos los que te queremos la estamos corriendo contigo.

¡Aurrera Potolo!

¡Zurekin gaude!

 

Por Fernando J. Pérez e Iñigo Muñoyerro

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junio 2014
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