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Barbourula, la rana que no tiene pulmones

En la entrada dedicada a la rana del lago Titicaca dije que Telmatobius culeus carece de verdaderos pulmones y que respira a través de la piel. Hoy voy a escribir sobre otra rana aún más especial que Telmatobius. Su nombre científico es Barbourula kalimantanensis y su nombre común es “rana de Borneo de cabeza plana” (Bornean flat-headed frog). Barbourula no tiene pulmones, ni verdaderos pulmones ni vestigios de pulmones, como tiene Telmatobius; de hecho, Barbourula es la única rana conocida que carece completamente de pulmones.

Barbourula fue descubierta en Borneo en 1978, pero hasta 2008, cuando se han encontrado otras dos poblaciones de la especie, no se había practicado la disección a ningún ejemplar, por lo que no había podido ser descrita y clasificada en la debida forma. Al practicársele la disección se ha descubierto que carece de pulmones.

A juicio de un investigador de la Universidad de Singapur que ha examinado los ejemplares de esta especie, la ausencia de pulmones constituye una adaptación a la vida en cauces de agua sometidos a corrientes intensas. Los pulmones ayudan a flotar, pues actuan como si se tratase de flotadores y es más, dificultan, e incluso pueden impedir, la tarea de asentarse en el fondo. En enclaves en los que el agua se mueve a gran velocidad puede resultar muy difícil evitar ser arrastrado por la corriente, tanto si de lo que se trata es de mantenerse firme en el sustrato, como si la rana se encuentra nadando. Dado que al carecer de pulmones la tarea le resulta más sencilla, tiene sentido que durante la evolución de la especie se haya seleccionado ese carácter.

Por otro lado, en los ríos y regatos donde la corriente es intensa el agua suele estar saturada, e incluso sobresaturada, de oxígeno, por lo que la piel puede resultar un órgano adecuado para captar el oxígeno necesario. Además, la forma plana de la cabeza, además de constituir una ventaja para ser arrastrada por la corriente, también facilita enormemente la captación de oxígeno.

Nota: Esta historia me la encontré en el número del 16 de mayo de 209 de la revista New Scientist.

Por Juan Ignacio Pérez

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