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Jon Garay

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Y Rommel pensando en el cumpleaños de su mujer

Dentro de dos días se conmemora el 66º aniversario del desembarco de Normandía, el comienzo del fin para los nazis en Europa occidental. Se ha contado cientos de veces la heroicidad de lo logrado aquel día; cómo miles de soldados -literalmente cagados de miedo y vomitándose encima- desembarcaron en la costa francesa; cómo Churchill, con su habitual tendencia a los actos grandilocuentes e inútiles, insistió en presenciar la hazaña desde un barco cercano (Eisenhower tuvo que prohibírselo terminantemente); cómo los aliados trasladaron diques artificiales a través del canal para construir puertos; cómo tuvieron que preparar el abastecimiento de unas tropas que consumían entre 600 y 700 toneladas de provisiones al día por división; cómo Eisenhower fumaba cuarenta cigarrillos Camel al día para aplacar la tensión de los preparativos…

Los alemanes sabían que algo se estaba ‘cociendo’ en Inglaterra. Era difícil no sospechar algo así con dos millones de soldados aliados reunidos en el sur de la isla. El problema era saber cuándo y dónde iban a dar el paso decisivo. Al mando de la defensa se encontraba Erwin Rommel, el ‘zorro del desierto’. Este hombre se había hecho famoso por humillar una y otra vez a los comandantes ingleses en las arenas del norte de África. Tan es así, que cuando Montgomery se hizo con el mando en la zona, el general Freyberg, al mando de las tropas neozelandesas, le obsequió con el siguiente recibimiento: “Lo siento mucho por usted. Esto es una sepultura de tenientes generales. Ninguno aguanta aquí más de unos meses”. Rommel se convirtió en la obsesión de Montgomery. De hecho, éste tenía en su camión de campaña -como consecuencia de una de sus muchas rarezas, no tenía un cuartel de mando como tal- un cuadro del alemán, al que de vez en cuando miraba y se preguntaba qué estaría haciendo en ese momento su archienemigo. Además, tenía dos perros. A uno le llamó Rommel; al otro, Hitler.

Los nazis no tenía demasiado claro cómo hacer frente a la invasión. Rommel y Hitler apostaron por la ‘Muralla del Atlántico’, una gran barrera preñada de minas, alambradas, nidos de metralletas y fortificaciones cercana a la costa que contaría con el apoyo de fuerzas acorazadas incrustadas en la misma línea del frente. Sin embargo, generales de la talla de Guderian (el ideólogo de los panzer) o Von Rundstet, inmediato superior de Rommel y el militar alemán más respetado por los aliados, preferían alejar las tropas acorazadas para que pudieran desplazarse a conveniencia. En definitiva, se trataba de una disputa entre la guerra de posiciones y la de movimientos. ¿No era Rommel un maestro en la segunda? Sí, pero las derrotas en África e Italia le habían convencido de que la superioridad aérea aliada impediría el desplazamiento de los panzer en la batalla. Finalmente se impuso su opinión, con el resultado ya conocido.

Aquellos días de junio fueron especialmente calurosos en el sur de Inglaterra y el norte de Francia. Mientras Eisenhower se esforzaba por aplacar las tiranteces entre Montgomery y Patton -sería difícil saber cuál de los dos era más bocazas-, Rommel trabajaba intensamente en la ‘Muralla del Atlántico’. Estaba convencido de que los aliados desembarcarían en la zona de Calais, por ser la zona más cercana al desembarco y porque permitía el paso hacia el corazón de Alemania. No sabía que “el día más largo” -así lo bautizó el mismo- estaba tan próximo. ¿Sabéis que tenía previsto ‘el zorro del desierto’ para aquel 6 de junio de 1944? Ir a Alemania para pasar el día con Lucie, su mujer. Justo ese día cumplía cincuenta años.

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