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Jon Garay

Aletheia

Lo que la tripulación del 'Enola Gay' nunca comprendió

Hoy es el 65º aniversario del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. A las 8.15 del 6 de agosto de 1945, el ‘Enola Gay’, un enorme B-29, dejaba caer su carga sobre esta ciudad japonesa. Las cuatro toneladas de ‘Little Boy’ preñadas de uranio estallaron a unos 600 metros de altura. La bola de fuego originada con la explosión alcanzó los 370 metros de altura y una temperatura cercana a los 4.000 grados. La destrucción se extendió en un diámetro superior a los tres kilómetros. Su potencia alcanzó los 15 kilotones, el equivalente a 13.000 toneladas de TNT. 140.000 personas perecieron a consecuencia de aquella explosión. “El arma más tremenda y peligrosa de todos los tiempos”, como la calificó Einstein después de la guerra, había visto la luz. La historia de la guerra y de la humanidad habían cambiado para siempre.

La bomba atómica fue el resultado de una enorme confluencia de esfuerzos. La posibilidad de que los nazis dieran con un artilugio semejante empujó a Einstein y al físico húngaro Leó Szilárd a enviar una carta al presidente Roosevelt instándole a impulsar el ‘Proyecto Manhattan’. Los nazis estaban haciendo acopio del uranio de las minas checoslovacas y ello podría significar que trabajaban en un proyecto nuclear, advertían. Con Robert Oppenheimer al frente del equipo científico y el general Leslie Groves como administrador militar (las relaciones entre ellos, por cierto, no eran las mejores), muchos de los mejores científicos del mundo emprendieron la tarea de construir la Bomba. Enrico Fermi, Edward Teller, Hans Bethe, Niels Bohr (con su nombre americano, Nicholas Baker), Stanley Frankel (uno de los padres de los ordenadores), Joseph Rotblat, Robert Wilson, el prodigioso John von Neumann o el por entonces doctorando Richard Feynman formaron parte de aquel grupo. Es curioso saber que cuando llegaron los primeros físicos teóricos a Los Alamos, no estaban listas todavía las viviendas y los dormitorios. Durante un tiempo, los físicos de la bomba atómica tuvieron que dormir… ¡en casas y ranchos alquilados!

Uno de los momentos más esperados fue el primer ensayo realizado con una bomba nuclear. Oppenheimer la bautizó como ‘Trinity’. Los físicos se situaron a treinta kilómetros de distancia para contemplar la explosión (otros estuvieron más cerca, a diez kilómetros, pero no vieron nada, porque les ordenaron permanecer tumbados en el suelo). Una gigantesca bola primero blanca, después amarilla y finalmente anaranjada con relámpagos en su interior surgió en el horizonte. Un minuto y medio después llegó un tremendo estruendo. “¿Qué ha sido eso?”, preguntó el periodista del New York Times William Laurence. “Eso ha sido la Bomba”, le contestó Richard Feynman. Fue entonces cuando Oppenheimer, citando la Baghavad-Gita, dijo aquello de que se “había convertido en la muerte, en el destructor de mundos”.

El artilugio que se lanzó el 9 de agosto sobre Nagasaky era todavía más destructivo que ‘Little Boy’. Su corazón de plutonio generó una potencia de 25 kilotones, diez más que su hermano pequeño. 70.000 personas fallecieron víctimas de su potencia. Y esto no es nada comparado con las bombas termonucleares, cuya potencia se mide en megatones y que por momentos generan temperaturas de quince millones de grados. Cuando Estados Unidos probó en 1952 este ingenio en el atolón Eniwetok de las islas Marsall, quedó literalmente vaporizado.

¿Arrepentimiento?

Muchos de los que participaron en el proyecto de la bomba se arrepintieron de lo que habían hecho. El propio Einstein, junto al gran lógico y filósofo Bertrand Rusell, firmó poco antes de su muerte un manifiesto advirtiendo de los peligros de aquel tipo de armamentos. Joseph Rotblat dedicó su vida a esta tarea y recibió por ello el Premio Nobel de la Paz en 1995. Oppenheimer, en su primer encuentro con Truman, le confesó al presidente que “tenía las manos manchadas de sangre” (tras la cita, Truman comentó a sus allegados que no quería “volver a ver a aquel hijo de puta”). Leó Szilárd promovió un manifiesto en pleno ‘Proyecto Manhattan’ para que aquel terrible artilugio no fuera arrojado sobre población civil. 155 científicos lo firmaron, pero no sirvió de nada. Claude Robert Eateherly, uno de los pilotos de los B-29 que formaban la flota de ataque, acabó desquiciado en un manicomio. Hasta el sacerdote que bendijo las bombas se arrepintió de su papel aquellos días (de hecho, George Zabelka, que así se llamaba, se convirtió en un activo pacifista, trabajó como capellán en Japón después de la guerra y en 1984 realizó una peregrinación desde Tokyo a Hiroshima para pedir perdón a los ‘hibakushas’, los supervivientes japoneses de las bombas).

Sin embargo, muchos otros no lo hicieron. El piloto del ‘Enola Gay’, Paul Tibbets, nunca se arrepintió de lo que había hecho. Incluso participó en una asombrosa recreación del bombardeo que tuvo lugar en Texas en octubre de 1976 ante 40.000 enfervorizados espectadores. El Gobierno estadounidense tuvo que pedir disculpas ante Japón, hecho que Tibbets, considerado un héroe nacional, nunca alcanzó a comprender. (Curiosamente, por aquel entonces el presidente Ford y Jimmy Carter se hallaban en plena carrera por la presidencia. Una de las promesas del primero fue promover un mayor control internacional de este tipo de armamento). Los restantes miembros de aquella tripulación tampoco dieron muestras de arrepentimiento. “Cuando tienes un trabajo que hacer, simplemente lo haces”, resumió años años después Morris Jeppson, uno de los encargados del montaje del armamento. A otro, Theodore van Kirk, el único de aquellos hombre que sigue vivo, le preguntaron en una entrevista si cambió algo su vida tras Hiroshima. La respuesta fue clara: “En nada. Permanecí en el servicio militar durante un tiempo. Al salir, ingresé a la universidad y me gradué de ingeniero químico. Luego trabajé en la empresa Dupont durante 36 años. Me retiré y mi vida no cambió para nada. He tenido una muy, pero muy buena vida”.

Aquellos hombres parecieron no entender que Hiroshima y Nagasaki significaron mucho más que una ‘venganza’ por lo ocurrido en Pearl Harbour o por la terrible guerra del Pacífico. Con el poder de destrucción de aquellas bombas, la civilización misma corría peligro. Uno puede imaginarse el futuro tras una guerra convencional -todas, hasta ahora, lo han sido-, pero no tras una guerra nuclear. Richard Feynman, que como lo mayoría de los físicos de la Bomba celebró el éxito de su trabajo en Los Alamos, sintió una sensación muy extraña cuando regresó a la vida civil: “Mi primera impresión fue muy extraña (…) Por ejemplo, estaba sentado en un restaurante de Nueva York, y al mirar los edificios vecinos empezaba a pensar hasta qué radio causó daños la bomba de Hiroshima, y cosas por el estilo… ¿A qué distancia de aquí estaba la calle 34?… Veía todos aquellos edificios reducidos a escombros. A lo mejor pasaba por un sitio donde estaban construyendo un puente, o abriendo una nueva carretera, y pensaba: “Están locos; es que no comprenden, no alcanzan a comprender. ¿Por qué construyen cosas nuevas? Es totalmente inútil”. Esto es justamente lo que no comprendieron aquellos pilotos, la verdadera dimensión de lo que suponía la bomba atómica.

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