Continuando con el post anterior, hoy es el 65º aniversario del lanzamiento de la bomba atómica sobre Nagasaki. Se ha contado mil y una veces lo que sucedió con ‘Fat Man’, el hermano mayor de ‘Little boy’, el ‘Muchachito’ que había arrasado tres días antes Hiroshima. ‘El Gordo’ tenía una potencia muy superior y acabó con la vida de 70.000 personas. Sin embargo, es menos conocido que el piloto del ‘Bockscar’, el B-29 que transportó el artilugio, era un católico llamado Charles W. Sweeney. Lo importante de esta historia no está en el propio Sweeney, que, como la mayoría de sus colegas, no mostró a lo largo de su vida dudas sobre su acción, sino en el sacerdote del Grupo 509, el de la bomba atómica.
George Zabelka tenía por entonces treinta años. Como tantos otros, este joven idealista de origen austriaco se había alistado dos años antes ansioso por demostrar que podía contribuir a la defensa de los Estados Unidos. Su misión no era combatir, sino cubrir las necesidades espirituales del mencionado Grupo 509, la unidad creada en 1944 con la única misión de lanzar las bombas atómicas sobre Japón. Como gran parte de los religiosos integrantes de las fuerzas armadas, Zabelka no veía ningún dilema moral en que un sacerdote animara al combate. Sus superiores no tenían la más mínima duda al respecto. De hecho, en una multitudinaria misa oficiada hacia el final de la guerra a la que acudió el joven capellán, el cardenal arzobispo de Nueva York, Francis Spellman, había insistido en la necesidad de continuar luchando por la libertad y la justicia. Se trataba de una ‘guerra justa’. “Es cierto, se dedicaban a matar y combatir, pero eso no me impresionaba. Yo creía que estaba perfectamente bien”, decía por entonces el padre Zabelka.
Peregrinación a Japón
Las convicciones del sacerdote comenzaron a tambalearse cuando supo que Nagasaki era una ciudad mayoritariamente católica. De hecho, tenía su propia catedral, la catedral de Urakami, que quedó reducida a cenizas por la explosión. Sweeney, ‘su’ piloto católico, habían matado a miles de correligionarios. Después del ataque, Zabelka pudo hablar con los supervivientes y visitar los hospitales donde agonizaban niños inocentes. “Muchos de ellos permanecían en silencio, callados por completo, sin moverse, muriendo”, observó consternado. En lugar de regresar a Estados Unidos, el atormentado sacerdote decidió quedarse en el norte de Japón trabajando como capellán. Cuando finalmente regresó a casa, nadie quería hablar de la guerra. Las atrocidades cometidas en Corea y Vietnam y el ejemplo de Martin Luther King, con el que colaboró en la lucha por los derechos civiles, le convencieron todavía más de su error. Su fe cristiana era incompatible con la guerra. Fue entonces cuando el hombre que bendijo las bombas atómicas se convirtió en un ferviente pacifista.
George Zabelka no fue el único hombre que se arrepintió por su participación en los bombardeos nucleares sobre Japón. Ahí están los casos mencionados en el post anterior del propio Oppenheimer, Joseph Rotblat o Leó Szilárd, pero ninguno de ellos cargaba con la responsabilidad moral de haber bendecido las bombas.
En 1984, el padre Zabelka viajó a Japón para hacer una peregrinación desde Tokyo a Hiroshima. El hombre que bendijo las bombas volvía para pedir perdón a los ‘hibakushas’, los japoneses supervivientes de los bombardeos nucleares. Durante la guerra, ni uno solo de sus sermones había condenado la muerte de civiles en los raids aéreos impulsados por los altos mandos estadounidenses. Cuarenta años después pedía perdón “por mí, por mi país y por mi iglesia”.