Cada 26 Agosto, al recordar a Teresa de Calcuta en el día de su nacimiento (102 años en el 2012), pienso en esta mujer y lo que representaba. Cualquier persona de buena voluntad se muestra admirada por alguien que vive y muere de este modo. Ella, y las mujeres religiosas que la han seguido, las Misioneras de la Caridad, se vacían “entre los pobres del mundo, entre los enfermos y abandonados en la miseria más extrema”. Me preguntaba por su vida y por la sencillez de las palabras que la acompañaron. Simplemente, el amor puesto a disposición de quienes no tienen nada, ni siquiera un hogar en que refugiarse y ser queridos. Nada. El amor más gratuito posible entregado a algunos. Porque ésta es la primera dificultad: sólo podemos llegar a algunos; y en la dificultad, la tentación: “total, ¿para qué?”. Ésta es la primera grandeza de una mujer así, ¡y hay muchas! Nunca calculan primero lo que no pueden hacer, sino lo que sí está a su alcance dar. Sin engañarse sobre la realidad de la miseria, ¡cierto!, pero haciendo ya lo que está en su mano para curar. Digo, ante todo, y no, “sólo”.
He leído que la Madre Teresa decía que “debes reaccionar con amor por el pobre más pobre, porque es la única oportunidad de hacerlo en la única vida que tienes”. Expresa su fe en Dios y un corazón en extremo bondadoso, porque esa misma razón es la que muchas veces nos provoca el olvido del mal ajeno: “total, ¿para qué?”, si detrás de él, hay otro, y otro, y otro. Y además, si sólo se vive una vez, y el desgarro interior que te provoca el amor a los pobres te consume en la única vida que tienes. Por eso decía que, en el caso de Teresa de Calcuta y tantos otros, “primero” es la fe en Dios y, (o en su defecto), la fe en la dignidad de cada persona como alguien “único” y que me concierne de manera total. Alguien que me conmociona y me hace reaccionar. En sencillo, tras la compasión viene el pensamiento: nadie es digno en solitario. La miseria padecida por otros es mi responsabilidad y, su mejora, una condición imprescindible del respeto que exijo y merezco como persona. La consecuencia cae por su propio peso. Para el creyente, el amor nunca es perder la vida, sino ganarla; nunca es en vano, sino que siempre es dicha y logro; y para el que cree en la dignidad humana con pasión sincera, ¡sin poder llegar a Dios!, la vida digna de cada uno es incondicionalmente necesaria para afirmar la propia dignidad y sus derechos. Los dos caminos humanos niegan el valor de una dignidad en solitario, es decir, con derechos a la medida de mi vida privilegiada, y sin responsabilidad alguna hacia los más pobres de la tierra. Esta última es una ideología muy extendida, pero es un cuento del neoliberalismo solitario y del socialismo acomplejado; un cuento, por cierto, del que en algo participamos la mayoría; yo, también; y un error inaceptable, pues quiere callar sobre las condiciones reales de una “vida digna” para los más vulnerables
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Decía que el “santo” realiza ante la miseria de otros lo que ya está en su mano hacer; y añadía, “no sólo”. El lector con mínimo sentido crítico ya sabe que estoy pensando, como él, en la dimensión estructural de los problemas humanos. Por más vueltas que le demos, la miseria y las víctimas los son casi siempre por acciones ajenas muy injustas y abusivas; cuando estas acciones se convierten en leyes, instituciones, grupos de poder y estructuras de injusticia, nos condicionan como un pecado, en lenguaje religioso, o como una cadena, en lenguaje laico. No hay dignidad humana posible para nadie en unas condiciones de hambre, miseria y muerte; y no hay dignidad humana posible para quienes vivimos con los ojos cerrados a esas relaciones de injusticia económica global; y no hay dignidad posible para quienes justifican su posición privilegiada en “es lo mío”, “es cosa de los mercados”, “me lo merezco”, “no está en mi mano arreglarlo”, “mi consumo, beneficia a los pobres”, “el mundo es como es, y toda mejora requiere su tiempo”, etc.
En algún lugar he leído o he escrito, ¡yo qué sé!, que la estrategia cultural más perversa ante lo que conocemos como situaciones de miseria, es esta triple línea defensiva: “yo qué sé acerca del mundo”; y cuando sé algo del mundo de la injusticia, “yo qué puedo hacer”; y cuando descubro que algo sí puedo hacer, “yo no tengo la culpa”. Ya sabía que terminaría echando un sermón, ¡con todo lo que esto incomoda a los entendidos del mundo!, o sea, a los que queremos resolver la miseria del mundo, pero arriesgando poco o nada; el puro cinismo de “es la dignidad, la dignidad… los derechos, los derechos… una vida digna, una vida digna”. Y con la boca pequeña, “para mí y los míos” y “no con lo mío”. Pues esto es lo que hay, y me lo recuerda cada año, este 26 de Agosto, Teresa de Calcuta, con la inconsistencia “política” de su meditación, ¡hay que reconocerlo con respeto y rectificar cualquier tentación individualizadota de la caridad!, pero con la verdad incuestionable de mirar la vida de todos, desde los ojos de la víctimas más olvidadas del mundo, desde los ojos de Jesucristo. Pero, ¿hay otro lugar para mirar y ver lo imprescindible? No. ¿Hay otro lugar cristiano y humano? No.