No por casualidad, en estos días de Febrero del 2012, y en la Iglesia vasca, todos nos hemos puesto manos a la obra en el empeño por la paz y la reconciliación social. Las iglesias diocesanas del País Vasco, sus Obispos en primer lugar, nos convocan a la oración por al paz y es lógico que esto mismo provoque preguntas por las condiciones justas de la paz y la reconciliación social. Mucha gente puede pensar que tamaño propósito ha de ser fácil entre quienes participamos de la fe en Jesucristo, y desde luego que es un ventaja espiritual y moral, pero entre humanos, humano es todo, y a esa medida estamos también “sometidos” los cristianos. Dios mismo, decimos en la fe, trajina su salvación con los ingredientes de la historia: por la “encarnación”. Además, la Iglesia aspira a desarrollar su acción reconciliadora no sólo en su interior, sino en medio de toda la sociedad en que ella convive. Así que de fácil, nada. Por fin, esta tarea social y moral tan loable, y sin duda espiritual, es percibida por buena parte de la sociedad española y, menos, pero también de la vasca, como mucha “política” y poca “religión”. Yo encuentro que este reproche es fundamentalmente equivocado; y de hecho, salvo errores ocasionales, para mí se trata de la justicia y esto sí que no puede evitarse ni en la fe ni fuera de ella. La justicia nunca ha de cansarnos como preocupación social y eclesial, por más que nuestras diferencias sobre ella nos tienten al silencio. La justicia nunca es sólo “política”
De lo que llevo escuchado y repensado, la cuestión primera y más delicada es el significado que damos a varias palabras; tales son paz, justicia, memoria, dignidad, relato, reconciliación y perdón. Hace tiempo que hablábamos de paz y a su lado surgió la determinación de que fuese justa. Es evidente que la paz es el camino y la paz es el fruto de un proceso de convivencia en justicia. Esta relación interdependiente es el quicio de las valoraciones morales. Por eso se ha dicho mil veces, ¡con no pocas incomprensiones desde el realismo político!, que la paz no es el mero orden público, sino el orden público justo en los medios y en los fines.
Al proclamar ETA, por fin, el ya famoso alto el fuego definitivo del mes de octubre pasado, han adquirido mucha fuerza dos conceptos que afinan en la naturaleza justa de la paz, y también correlativos. Son los de memoria de las víctimas del terrorismo y la reconciliación social. La memoria sin justicia no es memoria, y la memoria, para ello, tiene que serlo de todas las víctimas del terrorismo y de todas las víctimas injustas que la persecución del terror ha provocado. No hay que comparar números sino personas. Yo creo que hay que aceptar este concepto de víctima y hablar de este tiempo histórico democrático, para no mezclar todos los agravios de cualquier tiempo, (ni prejuzgar su legitimidad), ni sumarle al concepto víctimas todos los sufrimientos que en torno a ETA se han generado, (sin culpa o con culpa). Esto sería muy injusto.
Creo, por tanto, que esta distinción entre víctimas del terrorismo, en el sentido de sufrimiento radicalmente injusto, y, de otro lado, el sufrimiento inevitable que la persecución legítima del delito genera, es fundamental. A la vez, creo que la Iglesia está en condiciones de acercarse amorosamente a todas las personas que han sufrido y sufren, porque es capaz, como nadie, y debe hacerlo, de diferenciar la persona que sufre, y proyecto social y político que esa persona defiende o ama. Esto no suele ser entendido. Todo el mundo queremos que nos amen a nosotros y a nuestras causas, pero en el amor cristiano, no tiene por qué ser así. Para la Iglesia, también en el amor cristiano, se trata de dignificar a las personas, hacerles justicia y acogerlas en la memoria colectiva; sin duda, esto es lo que se les debe a las víctimas del terrorismo por parte de todos los ciudadanos; pero en el cristianismo concurren otras exigencias más de fe que morales o éticas: amamos siempre a todos y no lo condicionamos a una cercanía política y nacional; amamos siempre a todos, y no lo condicionamos a que el otro sea inocente; amamos siempre a todos, y a nadie tenemos por enemigo; amamos siempre a todos y no damos un cheque ideológico en blanco.
Es muy difícil traducir esto a vida pública para todos, ¡quizá imposible!, por eso decimos que son “especificidades de la vida cristiana” y en ella nos lo reclamamos y a su luz nos juzgamos. La Iglesia, por tanto, tiene que acercarse amorosamente a todos lo que ha sufrido por cualquier causa, si bien, he dicho y repito, el reconocimiento de quiénes son las víctimas tiene su significado preciso, y no se compensan entre sí, ni en una persona ni entre los distintos grupos. Creo de todos modos que la verificación de esa memoria de las víctimas, y por supuesto, de la justicia debida, es una tarea de la sociedad civil, y de la Iglesia en ella, más que de la Iglesia en solitario. La tarea propia de la Iglesia la veo más bien en reclamar ese compromiso de la sociedad civil por la verdad, y sumar al proceso de paz y reconciliación las peculiaridades evangélicas de que hablaba, y sobre las que volveré al final.
Los otros grandes conceptos, estos más eclesiales si cabe, son la reconciliación y el perdón. También a la sociedad le importan y sabe de esto, pero la Iglesia halla en ellos su espacio natural más propio. Estos conceptos y los buenos propósitos sociales que en ellos operan, no tienen idéntico significado en la fe y en la vida civil, pero tampoco lo tienen contrario. La fe prolonga su fundamento y sus consecuencias para la vida hasta límites humanamente imposibles. El perdón y la reconciliación es una experiencia social que, al darse, llena a las personas y, en su medida a los pueblos, de gozo y paz. También en la vida civil sabemos que esos valores y experiencias trascienden lo que es debido en derecho y hasta en justicia, y entran en el ámbito del don y el afecto gratuito. Por eso no pueden exigirse legalmente. Yo no veo forma de dar a la ley penitencia común una concreción moral tan precisa que exija de los terroristas la solicitud de perdón. Entiendo el arrepentimiento del terrorista como un factor moral que le exijo, y legalmente puedo y quiero considerarlo como factor decisivo para aliviar las penas y adelantar la libertad condicional, pero más allá, no veo cómo la ley podría exigir lo que sucede en la conciencia de las personas. Es un factor de discriminación positiva frente al delito, y que opera aliviando el tratamiento del penado, pero no puede ser parte intrínseca de una pena civil. Evidentemente, sé que el reconocimiento del mal causado por los militantes de ETA, el arrepentimiento, es un factor moral decisivo para la vida política justamente pacificada de nuestra sociedad y, por tanto, para el relato final de lo que ha pasado. Porque el relato veraz es hoy el lugar por excelencia de la lucha política de Euskadi.
Sin duda, prosigo, la Iglesia con la sociedad civil, y ella misma en su particularidad como institución moral y espiritual, puede aportar mucho a este proceso de pacificación y reconciliación social, primero, y de reconciliación moral y perdón ético-religioso, también. El proceso político que pueda subseguir, no es cosa que a la Iglesia le incumba en primer lugar, salvo que se haga al margen de derechos humanos fundamentales; pero esto mismo, le compete a toda la sociedad y por las mismas razones. Sin embargo ella puede aportar algo muy importante, después de reconocer los errores y olvidos que le lleguen desde un pasado discutido, en lo que tengan de verdad, pues no todo es lo que parece. Ese servicio extraordinario puede ser y es la exigencia y el cuidado de un relato lo más veraz posible; que cuide no ser selectivo en sus fuentes e intenciones, y que sin mezclarlo todo y borrar todas las diferencias, desde la memoria y la justicia para con las víctimas, no deje por el camino ningún sufrimiento humano, incluso cuando es por la aplicación de la ley común, y más si es un efecto derivado sobre terceros inocentes (las familias); y este servicio extraordinario puede ser, también, un especial cuidado para que no termine todo en un apaño moral, – se ha dicho -, que cierre con prisas y en falso tanta injusticia y sufrimiento; y ha de ser, sin duda, un servicio peculiar en el humus moral y espiritual de la sociedad vasca, a mi juicio, con dificultades para respetar al absolutamente distinto en cuanto a la “conciencia nacional”, y con clara tendencia a absolutizar las identidades nacionales frente a las personas; (siempre he dicho que en este mal, los vascos no están solos, y que tiene mucho ver con si un nacionalismo es emergente o ya no necesita serlo; a cada uno lo suyo); porque ETA no es una casualidad histórica entre nosotros, ni su ideología nacional absolutizada, o totalitaria como gustamos decir, una perversión pasajera, sino “algo ideológico”, fuertemente enraizado en la mentalidad de muchos vascos, estratégicamente vehiculado ahora por los cauces de la democracia, llamada en sus círculos, “formal y aparente”, pero eso, “estratégicamente” en no pocos. No hay una convicción firme y última de que una cosa es la causa política del “pueblo”, (la que sea en justicia), y otra la vida y la dignidad indisponible de cada persona.
Luego la conversión moral de la nuestra sociedad a la “dignidad incuestionable de todos en la sociedad y en el pueblo”, es vital, cuando, por otro lado, nuestra sociedad es profundamente amistosa y solidaria en tantos otros aspectos de la vida que no son el de la identidad nacional: hay muy buena materia prima; y la Iglesia, – según decía -, puede ofrecer una palabra de sincera solidaridad, ¡qué no equidistante, sino justa y veraz!, con las víctimas del terrorismo, y con todos los que han sufrido, no exenta de libertad en cuanto a los proyectos políticos partidistas y nacionales; una situación, por lo demás, repetida en los grandes conflictos; en ellos, cada grupo que sufre, y sobre todo, cuando es por injusticia tan grande como las víctimas, quiere que a la solidaridad compasiva le acompañe la justicia, por supuesto, y también quiere la simpatía hacia un proyecto político concreto, y eso no puede ser del mismo modo; por fin, la Iglesia puede ser creadora de espacios de fraternidad claramente inclusivos, como corresponde a la vida cristiana, y fuertemente expansivos en ella y, desde ella, en la sociedad. Hay una red de presencia de lo cristiano en la sociedad que sin duda puede hacer un servicio reconciliador impagable.
Y la Iglesia puede y debe proclamar el significado religioso del perdón, con su lugar tan original en la fe cristiana y con la pléyade de novedades que lo acompañan en relación a la raquítica forma de concebirlo en el realismo de la vida civil cotidiana. Esta contraculturalidad del perdón cristiano, originariamente regalado por Dios, (en su forma de experiencia íntima que de tenerla lo cambia todo en la vida personal), no puede hacerse ley democrática común, ni puede exigirse como regla moral externa, (¡ni siquiera es regla moral cristiana, sino regla de santidad cristiana, que es más, pero es otra cosa que la ética!); pero sí puede proponerse, en la fe, como aquello que sitúa las relaciones humanas en conflicto en una perspectiva que, sin escapar del mundo, las ilumina desde Aquél que lo trasciende, el que nos hace entender a Jesucristo en su perdón, “hasta setenta veces siete”, en su no violencia activa, “hasta la muerte de cruz injusta donde las haya”, y en su compasión, “hasta hacerse prójimo del necesitado, sólo por su estado de necesidad”.
Espero haber sumado algo positivo a la implicación de los cristianos del País Vasco en la paz, la reconciliación y el perdón de nuestra sociedad.