Nosotros primero y sólo nosotros
Recuerdo que el viejo profesor de la Facultad me corrigió al punto cuando yo dijera aquello de “vamos a resolver el problema de una vez por todas y para siempre”. Ya no importa cuál era el problema, quizá ni lo recuerdo, pero he entendido bien lo que enseñaba. La marcha del mundo, de la ciudad, de la familia o de la Iglesia, la marcha de la propia vida no se resuelve de una vez por todas y para siempre, ¡qué va! Yo entonces lo entendí como disculpas que la edad nos impone, pero ¡qué va! Yo quería, entonces y hasta hoy, cambiar el mundo cuanto antes y de una vez, pero ¡qué va! Tampoco había que ser un sabio para entender esto, pero la mayoría de las cosas las aprendemos a su tiempo; si te adelantas sobre las dificultades de la realidad, envejeces en plena juventud; si te retrasas en demasía, puede que te refugies en el cinismo. Nada que cualquiera no sepa con los años.
Atendiendo a esta experiencia de cambiar el mundo, hay gente que propone principios y a fe que son fundamentales. Mirar siempre desde las víctimas para ver lo imprescindible; responsabilizarnos unos con otros en la casa común que es la Tierra; acoger sinceramente al otro diferente y, a la vez, igual a nosotros en la condición humana; cuidar de los pequeños, enfermos y desvalidos porque en ello nos va el sentido más hondo del ser humano; pasar de la distribución de los bienes sobrantes a la inclusión de las personas como sujetos de su propio sustento; pensar qué “progreso” está a nuestro alcance hoy y, sin embargo, cuál nos podemos permitir responsablemente para mañana. Y así varias formulaciones de lo que nos es irrenunciable. Un sueño tan práctico como que no podemos decir “esto es mío y de mi país, respétame”, sin reconocerlo igualmente de todos los demás. En fin, confío en que este camino esté trillado para todos y no haya que recordar por qué es tan oscuro tu derecho si lo limitas a unas fronteras y unas leyes, las de tu Estado. O ¿es por la fuerza que invocas contra tus adversarios? Acabáramos, se trata de quién tiene más misiles y dólares, y ahí arranca tu apelación al derecho. Acabáramos.
Pues esto es lo que está sucediendo. No es que el pasado, hasta los años noventa del siglo veinte, fuera un mar de justicia internacional, pero había cierta vergüenza en el compromiso con unos principios y el discurso político lo reconocía. Pero ahora mismo, ¿qué representan Trump o Putin, y sus máximas de conducta, “primero América y primero Rusia”? No faltan diferencias entre ellos, pero el hilo conductor de fondo es el mismo: el derecho internacional es un fracaso para conquistar y retener el papel de una gran potencia. Se dice que uno y otro, Trump y Putin, alcanzan el poder en sus Estados por razones muy distintas; se alega que la América profunda y amenazada en la globalización neoliberal capitalista, se ha puesto en manos de Trump para que la salve frente a las economías emergentes y en particular China. Se dice que Putin se ha hecho con el poder, recuperando el orgullo de la Rusia profunda y amenazada en la globalización capitalista que la desnudó. Se dice esto y se dice menos, y más importante, que uno y otro dirigente y país con ellos se sitúa al margen de las reglas del derecho internacional y los organismos multilaterales y pone sobre la mesa “sí o sí” sus pretensiones de gran Estado y potencia única si posible es. Los acuerdos convenidos, las prácticas democráticas mal que bien observadas, la mirada al mundo como un responsabilidad común, declina sin tapujos ante el principio de “quien paga, decide”, “quien puede, impone”, “quien nace y vive en el lugar equivocado, no cuenta”. A rebufo de Trump y Putin, y en la misma lógica, China, y en su estela todo el que puede o si pudiera. Y si todo el que puede hace lo mismo, entonces ¿es que no hay motivo para la crítica social? Si cualquier demagogo, encumbrado por el egoísmo más que el miedo del cuerpo electoral de su país, tiene derecho a hacer de su fuerza bruta la ley común y a desgarrar vidas, haciendas y pueblos, allí donde encuentra un límite a las pretensiones de “nosotros, primero”, entonces ¿quién guardará razones morales para reclamar lo justo, interpretar la ley sin engaño, desear el bien a todos los humanos o compadecerse de la desgracia ajena? Y para no ir tan lejos, si alguien puede hacer daño a sus adversarios, con la ley o sin la ley, con buenas palabras o con fraude en las intenciones, ¿quién se atendrá a unos mínimos de convicción en los principios y responsabilidad en las consecuencias? El contagio es general en la política y, por la política, a la vida social, o su contrario en el orden, pero de todos modos la incredulidad se instala en entre la gente y todo se manipula para la causa previa que el que habla defiende. Los políticos profesiones en esto han perdido ya cualquier reparo y contención. Estoy pensando en España por ejemplo, y en Europa, también. Ya no tengo miedo absoluto de qué va a pasar, porque en el peor de los casos una ruptura del proyecto español, o del europeo, seguramente duro de asimilar en pérdida de nivel de vida, lo paga la generación a quien le toca y a caminar. Los intelectuales a lamerse las heridas éticas por tiempo, hasta la siguiente pérdida de la Cuba de cada generación. Me duele la gente de a pie, ellos y ellas, los excluidos y amenazados de exclusión, que en el límite son carne de cañón, aquí o en Mediterráneo. La sociedad de los satisfechos y situados en el sistema, no tan pocos como se dice, otra vez rehaciendo el reparto, pero, de nuevo, entre los mismos, y con la misma lógica: nosotros, primero y para ello vale todo.
José Ignacio Calleja
Profesor de Moral Social Cristiana
Vitoria-Gasteiz