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En cristiano

Uso y abuso del concepto “misericordia”

 

 

 

 

            El concepto misericordia se escucha por doquier y bien merece un repaso en moral social cristiana. Nadie puede dar en misericordia lo que debe en justicia. Más aún, justicia y misericordia no son dos realidades morales en paralelo, o una después de la otra, sino que van juntas, trenzándose para la mutua plenitud.

 

            La misericordia inspira que la justicia sea cada día más y más humana en su conciencia de los problemas que trata; en ella, en la justicia, encuentra la misericordia su mediación primera y mínima; cuando hablamos de derechos humanos la primera palabra es de la justicia; con compasión, pero de la justicia. El caso de los refugiados y migrantes lo explica sin rodeos.

 

            A su vez, la misericordia sustituye excepcionalmente a la justicia, cuando ésta no hace su trabajo; sólo entonces la sustituye, y lo hace por un tiempo, con denuncia social y como excepción. Por desgracia, demasiadas veces y hasta perderse la conciencia de su provisionalidad.

 

            Por fin, la misericordia desborda a la justicia con acciones propias, las obras de misericordia, en lo que no es exigencia de la justicia sino del amor entrañable y gratuito de los humanos entre sí, a imagen y semejanza del Padre (en la fe).

 

            Por eso es tan importante al hablar de la misericordia referirse a la vez y con claridad a la justicia. Si es la justicia bíblica, para ver cómo ha de mediarse en nuestra vida histórica en justicia y misericordia efectivas para todos; y si es la justicia del mundo, para ver cómo ha de realizarse en cuanto justicia humana equitativa (“la ley justa siempre mejorable”). Y entonces, sí, el creyente debe hablar de la misericordia gratuita y sus obras propias y de cómo exigen, humanizan y prolongan la justicia. (En lenguaje laico, y a su modo, la solidaridad).

 

            Entiéndase bien. Caridad, misericordia, compasión, justicia humana, justicia misericordiosa de Dios… tienen cada una su significado especial, pero en su trazo grueso, en lo fundamental, cobran el significado que acabamos de ver. Y ahora sí es mucho más fácil verificar esta máxima repetida: nadie puede dar en caridad/misericordia/solidaridad lo que debe en justicia, porque la justicia es el primer camino, la primera vía, la medida mínina de las anteriores.

 

            En lo concreto, las obras de misericordia -corporales y espirituales- tienen su valía excelsa, como el juicio final de San Mateo 25 lo explica, pero nosotros, hombres y mujeres del siglo veintiuno, ya sabemos que el pecado social -las estructuras sociales de injusticia- tienen un peso extraordinario en facilitar o no una vida misericordiosa. No podemos engañarnos en esto y mostrarnos inocentes o desinformados.

 

            Luego la justicia social nos reta como tarea ineludible de la misericordia. ¿Más que la vida misericordiosa? Las comparaciones son odiosas. Las buenas personas en estructuras de injusticia se pierden con las mejores intenciones, y las mejores estructuras sociales sin personas buenas, se desploman. Personas buenas (justas y misericordiosas) y estructuras justas (dignas de las personas e inclusivas para los pobres), a la vez. Nadie puede escapar a esta doble interpelación social y cristiana.

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