Como en tantos centros de enseñanza, un nuevo curso se inicia en el Seminario y la Facultad de Teología de Vitoria. En realidad, todo comenzó hace quince días, pero la apertura oficial se retrasa hasta el 26 de septiembre. ¿Y esto? Cambios que ha traído Europa al sistema universitario. Se quiere que el año escolar empiece a primeros de Septiembre y concluya en Julio. Y se busca un modelo escolar con metodologías más activas por parte de alumnos y profesores, distinto al magisterial que los mayores hemos vivido. Ya hablaremos de lo que esto da de sí, pero esa es otra cuestión.
El caso es que el Seminario y la Facultad de Teología de Vitoria, dos instituciones distintas que ocupan el mismo edificio, –una como centro universitario de enseñanza y, la otra, como lugar de formación vocacional de seminaristas-, siguen su camino. Alrededor de ellas hay mil historias y mitos. Los más convencionales tienen que ver con el recuerdo de lo que fueron en la vida de la ciudad -sobre todo el Seminario- y lo que ese inmenso edificio despierta en la imaginación de la gente. ¿Estará vacío? No lo está, desde luego que no; en él hay varios servicios, y otros que vendrán y cabrían; está relativamente vacío, es verdad, de aquello que nos gustaría que lo ocupara: estudiantes de todo tipo y edad -hombres y mujeres, laicos en una iglesia bien formada-, y una buena representación de seminaristas y candidatos a la vida religiosa masculina y femenina. Pero esto no es así, ni parece que lo vaya a ser a medio plazo; por tanto, menos lamentos, y caminemos con fe, inteligencia y perseverancia ante la realidad social de nuestra tierra.
En esto último hay mucha superficialidad. Por tal tengo la tesis de que el laicado no se forma porque el clero lo ha ocupado todo en la iglesia y los ha minorizado. Sí, pero no. Ya hace tiempo que no. Más bien pienso que la propia reducción del catolicismo practicante, y las exigencias laborales extremas de la vida de hoy, hacen muy difícil liberarse para la formación y asunción de responsabilidades. (“Pocos y los mismos en todos los lugares”, se suele decir). Menos aún me convence la tesis de que hay pocos católicos practicantes en Euskadi porque el clero ha sido nacionalista o poco rotundo contra ETA. Pienso que esta explicación es demasiado fácil; si acaso influye, y más, que el nacionalismo creído con pasión desempeña funciones de religión civil en muchos vascos; sí, lo creo así. Otra tesis que no me satisface es que si la ley del celibato dejara de obligar y fuera opcional, habría muchos candidatos al sacerdocio ordenado. Sí mejoraría la cifra -además de ser una cuestión de obligado respeto a las personas, según pienso-, pero tampoco creo que esto sea decisivo para el catolicismo en nuestras sociedades. Todo suma, desde luego, y no es despreciable, pero el zarandeo de la fe en la cultura moderna tiene más enjundia. No me convence, por supuesto y es otra tesis, plantear un futuro mejor para el catolicismo como una cuestión de modernización superficial, es decir, estar a la última con las opciones y los criterios más extendidos en nuestra sociedad. Hay una modernización imprescindible –reconocer la mayoría de edad del mundo y de la gente, su legítima autonomía-, y hay otra que es infantil -cambiar esto o aquello para caer bien-. Moverse por el aplauso fácil siempre es un mal negocio. Por fin, y por citar otra simpleza bastante extendida, no veo la solución católica por el camino de huir del mundo para ser contraculturales en moral sexual y matrimonial, y domesticados en la moral social de la justicia. Sacar la fe del mundo, para preservarla como religión de los elegidos, no es buen camino para el Evangelio. No es bueno ni siquiera cuando logra que surjan vocaciones religiosas, pues obedece a una conciencia espiritualista y desencarnada, o sea, poco cristiana. Podría seguir y no quiero cansar al lector. Algo de todo esto hay, y nada de todo ello, es.
Lo cierto es que nuestro curso escolar empieza, o sigue, y el Seminario y la Facultad -he dicho que cada uno con su finalidad propia y en el mismo edificio- ofrecen a la ciudad y a la iglesia de Vitoria un servicio notable de estudio y formación. Cuando decimos que lo que importa es actuar -que Jesús ante todo actuó– no estoy seguro de que sea así, sin más. Hay momentos y dedicaciones en la vida que la completan como un conjunto equilibrado. En este caso, se trata de formar en la fe -acompañar la conciencia cristiana de manera razonada y dialogada, cuestionada y estudiada, testimoniada y celebrada-, lo cual es la tarea más propia de la teología. Pienso, en suma, que dedicar una parte del día a día a la concienciación crítica en la fe -no hay por qué escapar para ello de la vida cotidiana- es una tarea y opción llena de sentido para quien estudia y para quien enseña. El esfuerzo de pensar las ideas que tenemos merece la pena, y el tiempo dedicado a esa necesidad humana está muy bien aprovechado. Hay muchos modos de hacerlo en la sociedad y la iglesia, y todos ellos amenazados de perderse en academicismos y apariencias. La amenaza no es, sin embargo, determinación; es posible hacerlo de otro modo; nosotros pensamos que somos capaces de lograrlo cuando la teología opera como apertura a la dignidad humana de todos -entrevista desde los más vulnerables del mundo-, y a la corresponsabilidad compasiva de unos con otros. Así es Dios en el Evangelio, y de esto se trata en la vida de fe, y en su reflexión.