¿Qué fue lo nuevo en la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo? Todos hemos escuchado a estas alturas mil opiniones casi siempre bien razonadas sobre lo que hay en juego. Políticos y juristas, periodistas y ciudadanos del pueblo llano, portavoces cualificados de las asociaciones de víctimas del terrorismo y sobrevivientes de los peores atentados, han hablado poniendo el alma en ello. No se puede hablar sin poner el alma en las palabras cuando se trata de delitos gravísimos, reiterados y sin el mínimo arrepentimiento público de quienes los cometieron. Pero el alma en las palabras de condena no puede ser la última clave de una sociedad democrática cuando se enfrenta a sus enemigos. No lo es cuando los persigue con la fuerza de ley, – el legítimo uso de la fuerza contra el delito, que no la violencia justa, término que me horroriza en política -, y no lo es cuando los ha detenido, juzgado y condenado. Esta es la primera cuestión que una vez más tenemos que repetirnos y retener bien respondida. La cuestión de cumplir nuestra ley, y hacerlo siempre y con todos. Frente a ella, caben múltiples discusiones jurídicas y políticas, pero una vez de contar con “cosa juzgada”, de nada vale decir que si otros países son más duros con ciertos delitos, que si los jueces de Estrasburgo son de esos países o que los han manipulado, que si nuestra legislación es blanda contra los terroristas y delitos análogos o que se benefician de ello quienes no se lo merecen. Todo eso es comprensible, – es el alma en las palabras -, pero no es el fondo de la cuestión.
Al contrario, ¿qué es lo que está en juego? Son muchas las causas justas en el aire, pero una mayor y decisiva es si creemos o no en la sustancia moral de la democracia política. Con mil defectos en cada lugar, pero la pregunta es si creemos que una democracia se organiza desde una conciencia moral compartida e indisponible sobre la persona y su dignidad, o más bien, sobre un pacto de reconocimiento de este valor entre los que me lo reconozcan a mí y mientras lo hagan. Esto es lo que noto puesto en cuestión en muchas de las palabras que han discurrido por la vida española. Con el alma en ellas, – dichas en general desde lo más profundo de un sentimiento de justicia y dolor -, su repetición incontrolada en mil tertulias y columnas, y en comunicados políticos de variada procedencia, da que pensar. No es un problema jurídico, ni de soberanía, ni de víctimas, sino poco a poco de convicciones morales en la vida pública democrática.
Es evidente que lo que necesitamos la mayoría de nosotros es dar un grito de indignación solidaria con las víctimas del terrorismo. Y sobre todo entendemos que ellas lo den y nos lo reclamen. Es lógico apoyar su protesta moral, pero jurídicamente tenemos que obedecer al derecho común. Si perdemos el sentido del derecho y su respeto, si dudamos de que la ley es universal, nadie tiene por qué respetarnos. Esta es la gran diferencia con los terroristas y la delincuencia más cruenta: Que nosotros nos comprometemos a respetar nuestro derecho común democrático, también cuando protege los derechos de nuestros enemigos. Y lo hacemos no sólo y primero por razones prácticas, – asegurarnos su respeto y mientras lo hagan -, sino porque entendemos la ley como un pacto entre personas que lo son siempre y de forma indisponible, ¡aunque se hayan comportado como bestias! Esta es la gran cuestión.
Por tanto, la lección social que yo saco es que del respeto de la ética en nuestra ley, siempre salimos fortalecidos. Salimos fortalecidos para exigir una y mil veces los derechos humanos de las víctimas por quienes fueron sus verdugos. La ética llama a la ética, y más pronto que tarde, debilita la causa de aquellos que se asoman al derecho democrático en fraude de ley: sólo cuando les beneficia. Esta es una lección moral que cuesta aceptar. Nuestra mente social es cainita y nos llama a la venganza, pero al cabo en una democracia la única oportunidad que tiene la ética es serlo siempre del valor indisponible de la persona, y también al castigar a quienes la quieren destruir. Este idealismo ético no es quimérico ni sometido, ni un buenismo juvenil, sino la razón última de por qué te exijo, “no me hagas daño, aunque yo sea más débil que tú”, y por qué me comprometo a lo mismo, aunque sea más fuerte que tú.
Esta ética de la dignidad común de la democracia y su gente es ley suprema en la recuperación de la memoria, dignidad y justicia de las víctimas. Las víctimas, – su memoria, dignidad y justicia -, dependen en extrema medida y en cada caso, de que esta ética democrática, y el respeto de la ley, reluzcan en medio de todos y sobre todos. Yo no creo en paces que traigan el cielo a la tierra, pero sí creo en la modestia de aceptar que la ética de los derechos humanos, en una democracia, es el espejo que nos devuelve a todos la imagen de nuestra (in)humanidad, ayer y mañana. Por eso digo que la sentencia de Estrasburgo tuvo y tiene esta virtualidad añadida: limpiar el espejo moral en el que nos miramos y exigimos que lo hagan los terroristas que no se han arrepentido. No lo van a hacer, – lo sé -, no lo van a hacer muchos ni todavía, pero sé que es la plaza en que debo esperarlos sin moverme. Ellos tienen que venir, y cuando reclamen sus derechos, yo le diré, “sí, en la plaza pública de los derechos de todos y a la luz del día”.