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¿La sentencia? Una lección de ética a pesar de todo


Una lección de ética nada despreciable

Es lógico que la puesta en libertad de Inés del Río, a consecuencia de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya estimado su recurso contra la llamada “Doctrina Parot”, duela mucho y a tantos. Y es lógico suponer que el dolor va a seguir a medida que se reconozca el mismo supuesto en otros setenta casos, la mayoría de ellos, relativos a terroristas de ETA.

Siguiendo los artículos de prensa que recorren internet, me ha parecido que no son pocos los que con sincero realismo reconocen que la sentencia, jurídicamente, era inevitable. Muchos son lo que muestran repugnancia moral ante el resultado de la aplicación de la ley penal vigente hasta 1995, – particularmente en delitos repetidos y tan obscenos como los cometidos por Inés del Río y los demás terroristas -, pero reconocen que la ley nos obliga a todos en una democracia. También hay columnas de opinión y hasta algún jurista que pregonan otras interpretaciones de la ley, o al menos, otras ofensas mayores a los derechos humanos que las que puedan derivarse de la aplicación retroactiva de la ley penal sobre Inés y los demás presos afectados, pero no deja de ser una actitud indignada más que un razonamiento jurídico. Que si el juez tal es de aquí o de allá en su afiliación, que si la Constitución prima sobre el Tribunal Europeo, que si lo pactó Zapatero con ETA en la negociación frustrada, que si lo ha asumido el PP como un corderillo, que si España no debería seguir en Europa… Pero todo esto no tiene mucho valor.

Algunos juristas del País Vasco, – los sigo más de cerca -, nada sospechosos de filias nacionalistas, y menos aún de simpatías con ETA, lo han advertido y reconocido, ahora, sin tapujos. La ley se cumple también contra el terror y los delitos más crueles. Si no se cambia a tiempo, la retroactividad no es de recibo. Y en esas estamos. En su momento, hace mucho, la política pensó que era mejor no cambiar el cómputo de penas del código penal de 1973, – entre otras razones -, por si era posible algún final acordado del terrorismo de ETA. Después, – a partir de 1995 -, las cosas cambiaron, pero ya arreglar el roto, – relativo al cómputo de la pena en unos setenta casos muy perversos -, requería de una retroactividad penal, más ética y política que jurídica. Y así ha salido al final. La retroactividad penal no es de recibo en un estado de derecho.

Es evidente que lo que nos gusta dar y oír a la mayoría de nosotros es un grito de indignación solidaria con las víctimas del terrorismo. Y sobre todo entendemos que ellas lo den y nos lo reclamen. Es lógico apoyar su protesta moral, pero jurídicamente tenemos que obedecer al derecho común. Es de una sencillez extrema. Si perdemos el sentido del derecho y su respeto, nadie tiene por qué respetarnos. Esta es la gran diferencia con los terroristas y la delincuencia más cruenta, que nosotros nos comprometemos a respetar nuestro derecho común democrático, también cuando protege los derechos de nuestros enemigos. Y si nos hemos equivocado en la redacción de una ley, o en sus previsiones de futuro, o si la hemos utilizado políticamente y hemos avalado a quienes gobernaban entonces, seguimos cumpliendo nuestra ley. Podemos pedir cuentas políticas y jurídicas a aquel gobernante, o al otro, o a quien sea, pero cumplimos la ley con Inés del Río y con todos. Aunque ella entonces no la cumpliera, la cumplimos. Y cuando la vuelva a transgredir, – si lo hace delictivamente -, volvemos al imperio de la ley. Es tan sencillo que cualquier lector lo sabe. Cuento en alto lo ya sabido.

Y quiero terminar sacando una lección que no la tengo por despreciable en medio de esta tormenta jurídica y política. La lección de ética es que si nosotros creemos en nuestras leyes y cuidamos su justa aplicación, y si un terrorista o delincuente alega que sus derechos fundamentales están siendo ignorados, – aquellos derechos que nosotros hemos dicho que lo son de todos y para todos -, de su respeto mirado con equidad y transparencia, salimos fortalecidos.

Salimos fortalecidos para exigir una y mil veces el respeto a los derechos humanos de las víctimas por quienes fueron sus verdugos. La ética llama a la ética, y más pronto que tarde, debilita la causa de aquellos que se asoman al derecho democrático en fraude de ley, y sólo en lo que les beneficia. Esta es una lección moral que políticamente cuesta aceptar, – porque nuestra mente política es hija del espíritu de Maquiavelo y de su traducción aberrante como razón de estado -, pero al cabo en una democracia la única oportunidad que tiene la ética es serlo siempre, y también contra quienes la quieren destruir. Este idealismo ético no es quimérico ni sometido, sino la razón del uso legítimo de la fuerza. Por eso no me gusta hablar de “violencia legítima” para referirme a la de un Estado justo, sino de uso legítimo de la fuerza por la democracia. Es nuestra fuerza y nuestra democracia.

Esta ética de la dignidad común de la democracia y su gente, – nunca he compartido que se diga, los buenos -, es ley suprema, ¡más si cabe!, en la recuperación de la memoria, dignidad y justicia de las víctimas. Las víctimas, – su memoria, dignidad y justicia -, dependen en extrema medida y en cada caso, de que esta ética democrática, y el respeto de la ley, reluzcan en medio de todos y sobre todos. Los claroscuros no son un sufrimiento injusto añadido a esta o aquella víctima, sino un valor moral inapreciable en la convivencia. Yo no creo en paces que traigan el cielo a la tierra, pero sí creo en la modestia con que hay que aceptar que la ética de los derechos humanos, en una democracia, sea el espejo que nos devuelve a todos la imagen de nuestra (in)humanidad, ayer y mañana. Por eso creo que la sentencia de Estrasburgo tiene esa virtualidad moral, – no ella sola, sino con mil sumandos cívicos -, para limpiar el espejo moral en el que nos miramos y exigimos que lo hagan los terroristas que no se han arrepentido. No lo van a hacer, – lo sé -, no lo van a hacer muchos ni todavía, pero sé que es la plaza en que debo esperarlos sin moverme. Ellos tienen que venir, y cuando reclamen sus derechos, yo le diré, “sí, en la plaza pública de los derechos de todos y a la luz del día”.

J. Ignacio Calleja
Profesor de Moral Social Cristiana
Vitoria-Gasteiz

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Sobre la vida social justa, sin dogmas

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