Desde que Carlos Marx escribiera que los filósofos hasta el presente sólo habían interpretado el mundo y “lo que importa es transformarlo”, parece inútil volver a discusiones sobre lo social. A su modo, mucha gente que se implica con ganas contra las peores consecuencias de la crisis, piensa lo mismo que ese filósofo. Sucede, sin embargo, que el combate por la interpretación de una realidad social tan convulsa como la nuestra, – la española, por ejemplo -, es feroz y con efectos tangibles sobre la vida cotidiana. Cuando el debate alcanza a las referencias de sentido y a los valores que caracterizan a una cultura, la interpretación de su significado en el pasado y de si subsisten en el presente es una cuestión muy importante. Mucha gente cree que si se soluciona su caso o problema material, el mundo ya se ha arreglado, pero cualquiera puede saber que esto no es así. Ni éticamente resulta aceptable mirar sólo por uno mismo, ni en la práctica puede durar esa respuesta mucho tiempo sin violencia.
Esta sencilla observación de la vida cotidiana, en un momento de desconcierto social tan extendido y denso, nos hace sentir a muchos que todas las voces son pocas para comprender qué nos pasa y cómo podemos escapar con bien. Y entre todas esas voces, no faltan las que subrayan de mil modos que la crisis de Europa, o de España, es de referencias morales fuertes y de objetivos culturales en común; de prácticas cívicas sanas y de instituciones políticas democráticas; de respeto, al cabo, a las tradiciones humanistas y religiosas que nos caracterizaron. Las variantes son muchas y todas ellas apuntan con ganas a factores inmateriales. Como yo me muevo dentro de este mundo de pensamiento social, a fe que lo atiendo con celo no exento de afecto. A veces cobra perfiles antropológicos o históricos de mucha vistosidad en sus explicaciones, pero, en el fondo, repite con convicción algo muy sencillo: nos hemos perdido como sociedad porque en ella vivir es consumir y poder hacerlo yo es lo único absoluto. Así, el relativismo es inevitable y el Absoluto no tiene resquicio por el que llegarnos. La penumbra lo inunda finalmente todo. Volvamos a tradiciones religiosas y humanistas, empero, que nos han de librar de esta ruina de sentido.
Yo no puedo negar este punto de vista y su importancia, pero lo cuestiono profundamente en su articulación sesgada. Si pensamos en la realidad social, no me equivoco si digo que la mayoría de las personas y colectivos que se sitúan en ese camino, no están especialmente afectados por lo peor de la crisis material. Es decir, que los ciudadanos más metafísicos en sus lecturas de la crisis social, son la población que antes y ahora, mantiene un estatus económico y profesional más seguro. No digo que libre de todo peligro y sacrificio, digo razonablemente seguro. Y por esa razón me pregunto si pueden en serio mantener una visión intensamente culturalista de la crisis social, cuando no están viviendo en carne propia las consecuencias más dramáticas de la falaz estructura política y económica de España. Esto es muy importante. No se acierta en la visión de una crisis social si no se asume el cambio de estructuras que las pobrezas más injustas exigen. No vale pensar la crisis social bajo el prisma cultural o espiritual, y estar personalmente a cubierto de los grandes dramas del paro o la pobreza. (Por supuesto, hay otros grupos sociales que no entran siquiera en estos debates. Callan y encargan a otros que ofrezcan las explicaciones más acordes con su gestión neoliberal de la sociedad que viene. Siempre me he preguntado de qué viven aquellos medios de información, – y sus profesionales -, cuya visión del problema social y la crisis es liberalizar, recortar, expulsar, exigir, ajustar, y caridad). Por tanto, – y con todo el equilibrio de causas que el análisis de los problemas sociales reclama -, mantengo que tenemos un problema de estructuras sociales, económicas y políticas muy injustas. Y que si todos fuéramos santos, el mundo mejoraría mucho, pero la injusticia social no tanto; las mejores personas en las peores estructuras son muy buenas personas, pero llegan hasta donde llegan; si el Estado, la Propiedad y los Mercados han alcanzado este nivel de determinación alienante sobre la vida de millones de personas, – mientras no los controlemos socialmente en serio -, las mejores almas serán más benditas que justas. Es evidente que el cambio de conciencia de las personas es fundamental, pero las estructuras en que se inserta nuestra vida personal y familiar también son vitales para hacernos buenos. Y la prueba de nuestro atrevimiento con la verdad social, es si elegimos gestionar la crisis, – como crisis moral y material -, desde experiencias de pérdida de empleo, de necesidad y de exclusión, o más bien, desde posiciones sociales, políticas y culturales de grupos a cubierto. Porque entonces, – aun reconociendo que la crisis es para casi todos -, la percepción moralista de ella es un síntoma de resistencia a sus exigencias políticas. En sencillo, a sus exigencias sobre hasta dónde llevaremos la justicia del cambio social en cuanto a la Propiedad, los Mercados y el Estado.
José Ignacio Calleja
Profesor de Moral Social Cristiana
Vitoria-Gasteiz
En El Correo, Opinión, 29 de Abril de 2013