Evangelio de Juan 21, 27-30
La presentación de Jesús com buen pastor siempre ha despertado la imaginación de los predicadores cristianos. Todavía no hace una semana que el papa Francisco se refería a que los sacerdotes tienen que oler a oveja; quería dar a entender que han de vivir implicados con el pueblo hasta las cejas. Pastores es el cariñoso apelativo con que el cristianismo reconoce a su clero, – particularmente -, a sus Obispos. Es, por tanto, un lenguaje y un símbolo que ha perdurado. Lo respeto. No me entusiasma. En la cultura actual, no lo veo demasiado significativo fuera del mundo cristiano. No sólo porque la gente joven no conoce el pastoreo, sino también, – y sobre todo -, porque es muy sensible a su autonomía como mayoría de edad innegociable. Quizá somos autónomos de una manera solitaria, – debemos pensar esto en su exceso -, pero, a cambio, hay que cuidar mucho el lenguaje de la autonomía al referirnos al hombre y la mujer de hoy. Es mejor cuidar el lenguaje que extenderse en explicaciones sobre el sentido en que sí vale y en el que no vale alguna imagen del pasado.
Con todo, – y sin rizar el rizo en cada palabra -, cualquiera puede saber lo que en la vida cotidiana representaba un pastor bueno. Todo el mundo puede suponerlo. Cuando yo era niño sabía que el pastor conocía a sus ovejas, las cuidaba todo el día con los mejores pastos y aguas, y no era raro que trajera algún cordero en brazos cuando el parto sucedía en el campo. Era la vida del pueblo y la vida de estos hombres entre nosotros. Y, por cierto, casi siempre gente con pocos medios; trabajaba para otros que tenían más ovejas o que sumaban un rebaño a una hacienda o tierras, siempre modesta por cierto. Pero había una diferencia y una fidelidad. El pastor era muy fiel a las ovejas y a los amos de las ovejas. Y el amo lo era al pastor. Fidelidad mutua, esta es la palabra.
Pues bien, los dirigentes judíos le preguntan a Jesús si es el Mesías, porque no quieren seguir en vilo. Y la respuesta es extraña para el que se mueve en la lógica de “tú me muestras algo y yo calculo, y saco mis conclusiones”. Les dice: no sois de mis ovejas, – y no me conocéis como el pastor que os ama y cuida -, porque no podéis ver las obras de Dios en mí. Yo y mis ovejas, por el contrario, nos reconocemos al punto; confiamos mutuamente en quiénes somos y cuánto nos necesitamos; los dos sabemos cuál es el obrar de Dios en lo pobre y débil del mundo; ya no necesitamos contratar con cautela entre nosotros; nos sale espontáneo confiar y caminar.
Luego la lógica del “tú me muestras algo y yo calculo, y saco mis conclusiones” no le sirve a Jesús, porque la suya es, “yo te muestro el amor de Dios en mis obras y tú lo amas de todo corazón en mí”. Es en este camino segundo donde el pastor y las ovejas se reconocen y se descubren mutuamente, amándose a fondo perdido. Ya no hay examen de ortodoxia para reconocer al pastor y seguirlo; hay experiencia de seguimiento que connaturalmente ilumina quién es el buen pastor, quién es Dios y qué suma a una vida humana cabal.
Paz y bien
José Ignacio Calleja (Vitoria-Gasteiz)