Sólo me atrevo a hablar de solidaridad. De todas las claves que concurren alrededor del giro político en Cataluña sólo me atrevo a opinar en serio de la solidaridad. Los términos como deriva política, secesión, sustitución del pacto constitucional, a mucha gente no nos llegan hondo. Ni mucho ni poco. No expresan lo que nos importa y nos afecta en estos momentos. No nos interesan. No sentimos eso de la nación de manera compulsiva, sino más bien con distancia descreída. No sé si somos pocos o muchos, pero los hay. Recuerdo el momento vivido con “el plan Ibarretxe” y siento que entonces nos atrapó demasiado el significado político. Pasados los meses y años, a menudo he pensado que la cuestión ética más importante era el precario equilibrio de justicia (derecho) y solidaridad (derecho también) que proponía. Y por equilibrio entiendo, no ese punto medio que a todos reclama algún sacrificio, sino si da y exige lo justo de las mayorías y de las minorías. Si lo da y exige como libertad y responsabilidad. En libertad, para que una sociedad no se sienta negada en su soberanía, cuando democráticamente se reclama sujeto político. Y en responsabilidad, para que esa misma sociedad dé cuenta de cómo respeta a los demás pueblos de su Estado en cuanto a la solidaridad con ellos.
La ética política, en sí misma, no tiene una preferencia por España, por Cataluña o por Euskadi. Se puede discutir si la historia en común crea obligaciones morales, pero al final es una cuestión demasiado metafísica. La ética política valora la justicia y la solidaridad, en términos de libertad para todos y de responsabilidad de todos con todos, y a partir de aquí, admite estrategias varias de partido y país. Ni siquiera ella determina dónde hay un país y dónde no. Al contrario, ella recibe de la ciencia política unos supuestos que objetivan y subjetivan la conciencia nacional, y dice, ¡la justicia como libertad y la solidaridad como responsabilidad, – de todos con todos -, son sagradas e innegociables; callar una u otra está mal! ¡Cuidado!
Más aún, la ética laica y cristiana, la ética política, añade algo muy exigente y novedoso. El espacio social y político de la justicia y de la responsabilidad no es una población y un territorio, en solitario y constituidos en un Estado concreto. Esta historia de los Estados como sujetos políticos solitarios, y sus poblaciones como ciudadanos de pleno derecho en ellos, – los únicos -, es una realización nuestra y problemática; tiene su principio y tendrá su final; y a la ética política le corresponde advertir que los Estados en absoluto representan realizaciones políticas definitivas o connaturalmente buenas. Ni muchos menos. La ética política, cristiana o laica, – la ética política cuando conserva un mínimo sentido autocrítico -, advierte de que los Estados ricos, y la ciudadanía mejor situada, son casi siempre una forma moderna de “privilegio feudal”; la ciudadanía de los pueblos más ricos conserva hoy trazas claras de una situación otrora de dominio sobre la chusma; antes disponible para los señores frente a los siervos, y ahora para los grupos más influyentes del Estado frente a los foráneos y originarios más vulnerables. Y como se ha preguntado con acierto en filosofía política, ¿con qué mérito o clase de razón, salvo la fortuna la nacer aquí o allá, se pueden justificar los derechos más fundamentales de los ciudadanos de un lugar frente a su negación a los no ciudadanos? No hay más razón que la más pragmática de todas ellas: lo hemos decidido, es un progreso hacia dentro de las sociedades políticas, no cabemos todos y así conseguimos vivir mejor nosotros. ¡Qué lo hagan todos en sus lugares de origen! ¿Pueden?
Luego la ética política, cristiana o laica, es muy crítica con las democracias que se resisten a la justicia en la soberanía de sus pueblos, (libertad), y muy crítica, también, con los pueblos que se resisten a la solidaridad en el recuento de obligaciones que conlleva su autogobierno (solidaridad). Porque se explique como se explique, – y se intenta negar de mil maneras con la teoría de los vagos y manirrotos -, los Estados soberanos de Europa, – y los Estados en cuanto tal -, son mezquinos en su solidaridad. ¡Qué se lo digan a Rajoy y Zapatero!; o, ¡qué se lo pregunten a la Europa del Norte! (España en su caso, haría lo mismo, – lo sé -). Y cabe pensar, sin temor a equivocarse, que los Estados nuevos que se están constituyendo, o los que se constituyan en Europa, quieren repetir sin remedio el mismo proceder; más aún, se justifican en la libertad soberana por causa de la justicia que les corresponde y no pasan el examen de la responsabilidad por causa de la solidaridad que los obliga. De esto sí tienen que hablar las Iglesias de cada lugar y a los suyos, para situar los derechos y deberes en justo equilibrio. ¿Qué otra cosa es el bien común con descuido de ese equilibrio?
Si lo normal es escuchar socialmente que “independientes, nos va a ir mejor”, “dispondremos de más dinero”, “no soportaremos transferencias hacia otros menos productivos”, “haremos un uso eficiente de nuestros recursos”…, hay que denunciar que esto es muy pobre. En términos de ética política, cristiana o laica, son argumentos muy pobres. Hay otras razones culturales de más peso, pero no muchos las toman en serio a la hora de la verdad. No sé si Catalunya o quien sea se irá del proyecto español, como Estado compartido; no hago problema insuperable de esto en términos de libertad de los pueblos; la política tiene sus caminos para ello; pero espero que la ética cristiana (y laica) no calle, a la vez, sobre la solidaridad que nos debemos. Aquí arranca la política y no antes. Ninguna Iglesia debería olvidarlo y es lo que le corresponde hacer, ponderando el momento social, atendiendo a las circunstancias y consecuencias para los más vulnerables, y sin repetir un discurso doctrinario.