El fallo del Tribunal Constitucional (TC), avalando la unión legal entre personas del mismo sexo, ha movilizado por un momento a las fuerzas católicas que encabezaron política y moralmente su rechazo. Como soy bastante conservador en esta materia, no veo claro lo del matrimonio entre personas del mismo sexo; pero como respeto a las personas, – y no quiero equivocarme contra ellas -, y respeto la ley democrática, y creo en las garantías del estado de derecho, acato la sentencia de buen grado. La discusión sobre lo que es “natural”, o no, queda lejos de estar resuelta en este asunto y en otros, pues discutido y discutible es su marco conceptual, “la naturaleza humana”, e indiscutible es su mediación histórica compartida, “la ley común democrática, la libertad de expresión para defender una u otra postura, y la objeción de conciencia para preservar lo que alguien entienda moralmente natural y hasta sagrado, o por sagrado”. Así que por mi parte, que la ley democrática cuide un recto ejercicio de ese derecho al matrimonio para todos, por el bien de padres e hijos, y punto. Como en los demás derechos.
En cuanto al mundo eclesial católico y sus posiciones públicas en boca de los más aguerridos combatientes contra esa ley del matrimonio, estoy convencido de que no aciertan; algunos ni en la forma, – evito nombres y, con ello, líos -, y todos en el fondo. En cuanto al fondo, quiero decir muy claro que la iglesia católica española, y es común a casi todos los lugares del mundo, cree que las sociedades se pierden por la desmoralización de las familias y las personas, en lo cual es decisivo el autocontrol en la sexualidad y la fidelidad al matrimonio de por vida. Hay más valores en juego, por supuesto, pero esa fidelidad integral en la pareja y ese autocontrol en la sexualidad de los jóvenes en particular, es vital en la concepción católica conservadora sobre la vida social. (No hablo ahora del sacramento católico del matrimonio, sino de la vida social en común y secular).
No voy a dar la batalla en ese campo de minas recién citado, que tiene, como todo lo humano, su punto de verdad y de mentira. Más de esto que de aquello, a mi juicio. Pero al enzarzarnos en él, obviamos siempre lo fundamental del problema. El mundo católico conservador coloca ahí la causa última del fracaso de las sociedades, – incluso nos explicaban así la caída de los distintos imperios, en términos de promiscuidad sexual, lo recuerdo -, porque parte de un olvido social inaceptable para mí. En este sentido, las realidades más injustas desde el punto de vista social, – las que tienen que ver con la acumulación de propiedad y su régimen de defensa y transmisión, las que han cobrado la forma de mercados opacos y ocupados por los poderosos del dinero, las que se asientan en leyes que en absoluto reflejan la igualdad humana ni la facilitan en oportunidades de vida mínimas para la gente más vulnerable, las que operan en el sistema educativo socapa de la búsqueda de excelencia y por la moral de los padres, las que se hacen ley anual del presupuesto y repiten sin variación un reparto consagrado de injusticias económicas y privilegios de casta, las que dejan en la calle a la gente con lo puesto y con niños de por medio, sin trabajo, sin vivienda, o expulsados del país sin saber a dónde y cómo, las que cuidan fiscalmente de mil modos subvencionados a las más importantes empresas y fortunas del país, las que protegen medios de comunicación tan legítimos en cuanto a la libertad de expresión como inmorales en cuanto a su financiación y cercanía supuesta a la propia tradición cristiana, las que apelando al concordato y las leyes hipotecarias justifican disponer de lo propio al abrigo de cualquier valoración moral interna y ajena,… Cuando no ves esa realidad, cuando la aceptas como historia inevitable, cuando la asumes como secularidad casi ajena a la fe cristiana, cuando no lo piensas pero vives como si fuera cierto, cuanto das por normal todo ese ámbito de inmoralidad social en estructuras que la concentran y consagran en manos de grupos sociales y personas precisas, – lo que le sucede a la casa real, es paradigmático; y lo ha sido la exculpación de banqueros, o su indulto, o su mutis por el foro en la ruina bancario que ahora pagamos todos -, es claro que la moral personal, – y en particular, la moral sexual -, ocupará todo el espacio de la denuncia ética. Si además el acceso a esa desmoralización personal y familiar es, – según salta a la vista de todos -, desencarnada, – fuera de la condición social del la vida humana y del Evangelio, ¡sí, del Evangelio también!, las condiciones para que el catolicismo moral se realice como ideología moral conservadora, – conocimiento falso de realidad y falsificador de la mirada -, son insuperables.
Y este mismo es el motivo de por qué la denuncia católica de la situación de crisis en la actual sociedad española apela a la moral personal y a la fe como explicación última y casi única de nuestro fracaso. Dice así: porque la injusticia básica de las estructuras sociales en que operan los poderosos de la sociedad es insalvable sin cambiar a las personas. Y, ¿qué resulta al cabo? Que las personas que una y otra vez conseguimos cambiar desde la fe, no son los poderosos, sino muchos ciudadanos pasando por casi todo, y creando así estados de calma social tan artificiales como injustos. Y cuando son poderosos y creyentes, lo son en mediaciones católicas que no problematizan a fondo ese encuentro. Por eso callamos socialmente como Iglesia en años anteriores a la crisis, salvo en moral sexual y educación. Ahora somos conscientes de aquel clamoroso silencio de la sociedad española, y nosotros en ella. O, ¿tampoco somos conscientes de nuestro clamoroso silencio social en el tiempo de “bonanza” económica?
Hay un momento en que el analista tiene la sensación de que a esta iglesia católica, obsesionada con la pérdida de fieles, ya sólo le importa sumar miembros, el éxito proselitista, – ¡kerigma, kerigma! -, y que todo lo demás es labor de aliño, apenas reflexionado y creído. La evangelización así, nace del miedo y la prisa; malos consejeros; ella dice que nace del valor, pero nace del miedo a la debilidad y la prisa; nace si encarnación social; juega todas sus cartas sociales en la lucha contra el aborto y por la familia, y deja el resto de la vida digna a merced de la meritoria acción de Cáritas, en una sociedad de injusticias sociales, cuyas élites manipulan nuestra generosidad y buena voluntad sin ninguna mala conciencia. Y como el catolicismo tiene prisa por evangelizar, – ¡kerigma, kerigma!, ya no piensa en las servidumbres al poder que una evangelización desencarnada acarrea. Terminamos muriendo al Evangelio para revivir como grupo socia. Demasiado precio.
Esto es lo que pienso de esa moral católica pansexualista y sin historia social. Ni siquiera digo que, si encarna socialmente sus valoraciones y denuncias, ya es seguro que va a acertar en ellas; no, no, la cosa es más compleja que eso; pero sin acoger la inmoralidad en su dimensión social y de estructuras, el discurso moral neotradicional nace sin alas. No se tiene de pie. Y la evangelización subsiguiente queda lastrada sin remedio.