Comparto con muchos que la cuestión social más relevante es cómo hacer un mundo más justo para todos. ¿Qué otro objetivo político puede preceder al derecho a la vida digna de las personas? Al considerar este reto en términos muy sencillos, se suele apelar a que “si cambiamos cada uno de nosotros, cambiará el mundo”. Le he dado muchas vueltas a esta máxima y a fe que siempre la encuentro ingenua; sana, pero ingenua; si viene del mundo espiritual, el mundo de la creación cultural y religiosa, pienso en su natural querencia por explicar la historia desde las conciencias y las ideas, siempre tan cierta como propensa al exceso idealista; pero si viene del mundo práctico, el mundo de la construcción económica y política, me fío menos, y la acojo directamente como ideología de lo individual y privado, poco o nada depurada de intereses de poder.
El caso es que, muchas veces, la gente quiere cambiarse a sí misma para mejorar el mundo, o al menos no ser un delincuente contra la vida en común justa, y lo traduce en solidaridad cotidiana y local. Es gente con la que puedes contar para lo más cercano y humano que la vida diaria nos plantea. Una asociación de barrio, un movimiento por la paz, una acción social de cáritas, una plataforma ecológica, un voluntariado humanista. Una ciudadanía sin presencias públicas de primer orden, en la mayoría de los casos, pero con una entrega impagable de su tiempo y sus afectos.
Creo, sin embargo, que deben repensar socialmente su compromiso. La idea de que si quieres cambiar el mundo a mejor, tienes que cambiarte a ti mismo, es irrenunciable; pero no primero, sino a la vez; el propósito de cambiarnos a nosotros mismos, concebido como proceso de mejora interior de las personas, no puede vivirse desconectado de nuestra condición social e histórica, de las relaciones, instituciones y estructuras en que vivimos, y cuya transformación es simultánea y tan necesaria como la más personal e interior. Un desvergonzado, que no tenga en sus manos las leyes y el poder, lo tiene más difícil. Este es el equilibrio de personas y estructuras.
En la cultura moderna hay un concepto que nos trae de cabeza, y que al final está presente en todos nuestros debates. Es la praxis social como praxis liberadora del ser humano. Muchos de nosotros, ciudadanos modernos, hemos acogido bien la praxis liberadora como uso crítico de la razón para liberarnos de las alienaciones intelectuales, sicológica y morales. Sospechamos con razón de muchos lugares comunes de nuestra mente y conciencia, porque nos sabemos fáciles a engañar y a engañarnos. Hemos mejorado mucho en libertad de pensamiento con el uso crítico de la razón humana. Pero pocos de nosotros, los modernos, hemos acogido bien la praxis liberadora en su significado de cambio de las estructuras sociales, las que a menudo nos impiden el uso crítico de la razón y nos siguen teniendo, de hecho, alienados. Felices de nuestra libertad moderna, al compararnos con las “generaciones pasadas”, somos ingenuos, como ellos, al pretender ser libres y, a la vez, permitir el peso de los poderes económicos y políticos que nos dominan. Presumimos de vivir desalienados, teoréticamente, mientras ignoramos, o aceptamos con resignación, todo aquello que política y económicamente merma nuestra libertad de ciudadanos y personas. Al pensar la política como política, y no otra cosa (D. Innerarity), nos exigimos ser realistas y lo somos hasta el exceso. La alienación material de nuestra libertad social es, en consecuencia, clara y extrema, y, para muchos conciudadanos, libertad negada por la falta de un trabajo decente que les permita vivir humanamente a ellos y sus familias. Ignorar estos hechos sociales, la vida indigna de tantas víctimas de la crisis social y financiera, y la responsabilidad humana compartida que tenemos en ellos, es vivir alienados en cuanto a las condiciones de nuestra libertad. Interesadamente alienados, por cierto, cuanto mayor es el poder, la propiedad y el salario de que disfrutamos. Siempre hay una proporción en las responsabilidades. La capacidad de autoengaño social en el ser humano es proverbial.
Todo esto requiere más matices, pero nuestras propuestas de mejora tienen que verificarse plenas de sentido en los dos recorridos advertidos de la praxis liberadora, la personal y la social. Los grupos políticos y la inmensa red de sujetos sociales de la vida civil, incluidas las iglesias, tienen que definirse, ¡más en los hechos que en las palabras!, acerca del concepto de praxis liberadora que acogen al pensar, actuar y ser; o de otro modo, a qué alienaciones pretenden responder, cómo quieren hacerlo y desde quiénes en primer lugar. El genial pensador británico, Tony Judt, Algo va mal, (Taurus, 2010), escribió que, hoy, “somos individuos aislados que luchan desesperadamente por su propio provecho, por encima de cualquier otra consideración. Es la dictadura de lo privado como ley fundamental de la historia social, y así, no hay salida”. Cabe, por tanto, la denuncia ética en el análisis social más riguroso. Porque sin moral del bien común no hay futuro personal, y sin condiciones materiales del bien común, tampoco.
José Ignacio Calleja
Profesor de Moral Social Cristiana
Vitoria-Gasteiz
El Correo, 31 de Mayo de 2012