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En cristiano

A la reconciliación por el reconocimiento del otro (y II)

 

 

 

            Hasta ahora nos hemos fijado en uno de los aspectos éticos de la reconciliación. Pero ese reconocimiento del otro, en su condición intrínseca de persona y en su particularidad legítima, comparte un segundo ingrediente y reto reconciliador, lo social, que suma dos caras de nuestra vida colectiva cotidiana. Una, la necesidad de estructuras sociales justas, comenzando por las leyes, que a la gente nos permita tener oportunidades reales y mínimas para una vida digna. Desde luego, y a mi juicio, si alguien no tiene, ¡y sucede millones de veces!, oportunidades reales para una vida digna, ¡mucho más cuando esto sucede tantas veces sin culpa alguna de los pobres y, desde luego, nunca de los niños!, no veo cómo seguir hablando de reconciliación social sin encubrimiento grave del mal originario. O sea, que la reconciliación puede ser, y de hecho es, un concepto ideológico que encubre con falsedad una realidad social inaceptable. Lo sé. Ya escucho algunas llamadas a la calma. Dicen así: todo tiene su camino y su crecimiento, y por tanto, no existe el paraíso en la tierra, no vale el todo o nada. Respondo: sí, pero es necesario mostrar la voluntad política cierta y los hechos probados de que caminamos tras una organización social mucho más justa y, por ende, instrumento irrenunciable de reconciliación.

 

La otra cara, pues he dicho que tenía dos caras la mirada a lo social en la reconciliación, es su dimensión personal. Sí, lo personal lo podemos ver también como un ingrediente intrínseco a lo social, pero no para hacer desaparecer al ser humano concreto, tú y yo, en el todo de un grupo o sociedad, sino, al contrario, para remarcar que la reconciliación social requiere de personas con actitudes reconciliadoras, y hasta con un equilibrio personal reconciliado. El carácter o modo de ser de cada uno, las virtudes que lo configuran, los hábitos del corazón que se dice ahora, las actitudes que revelan nuestro modo de ser más profundo y fundamental, son parte fundamental de la reconciliación con los otros, distintos y respetables siempre; con derechos iguales y dignos, siempre; merecedores de escucha, siempre; y dignos de perdón, siquiera como experiencia de los creyentes ante la vida, pues así es Dios con cada uno de nosotros, siempre. Por tanto, una vida reconciliadora requiere de personas con el temple moral de quien “espera” en cada ser humano siempre, sabe de la necesidad de la justicia social, la comprende desde el lugar de las víctimas, la exige desde la no-violencia activa, vigila el uso justo de la fuerza del Estado democrático, comparte un modo de vida y consumo compatible con la vida de los pobres, y cree en el perdón como experiencia moral que dignifica a quien lo ofrece y a quien lo acepta. Y para el cristiano, experiencia personal del ser de Dios con uno mismo, pues de no tenerla, se acabó la persona reconciliadora por la fe: nadie da, está claro, lo que no tiene. Pero esto, el perdón, es algo muy personal y siempre de conciencia. No se puede forzar, sólo contar. Así de sorprendente y gratuito se revela Dios en la fe de Jesús y en el Jesús de Dios. Siga cada uno, amable lector y lectora, su reflexión reconciliadora, es decir, la que reconoce al otro, realiza oportunidades sociales y perdona.

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Sobre la vida social justa, sin dogmas

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