MOBILIARIO URBANO por ÁNGEL RESA
El Banco de Alimentos revierte con su solidaridad el concepto clásico de las entidades financieras
Hay motivos cuantificables –contantes y sonantes- para que nuestras alarmas interiores salten al escuchar la palabra ‘banca’. Valga igual la acepción en masculino. Reparar sus enredos en productos podridos de ingeniería financiera nos ha salido por el pico de un ave, el ojo de la cara y un riñón del personal. Hemos tenido que apoquinar a escote la pella de unas entidades habituadas a manejar el dinero de los clientes con un concepto patrimonial en beneficio propio. Y cuando ya certificábamos que no era oro todo cuanto relucía crearon desde el Gobierno el ‘banco malo’, quizá presuponiendo que todo el resto habitaba el territorio insólito de la bondad infinita. Lo fundaron como contenedor de elementos tóxicos, esas inversiones fétidas que inundaron de hedor los domicilios particulares. Por todo ello hubimos de esperar a oír el apellido ‘De Alimentos’ para reconducir el enojo hacia el sentimiento opuesto y bastante más presentable de la esperanza.
El gracejo natural de Karlos Arguiñano da mucho juego en televisión y ha dejado frases imperecederas mientras remueve el sofrito de la cazuela. Tal vez a esta ONG de la nutrición para los desheredados no pueda atribuírsele el calificativo de rica por rendimientos económicos, que sí por el conducto del esófago. Pero está facultada para presumir de crédito humano y de fundamento. El viernes y ayer emprendió la ‘Gran Recogida’ en setenta establecimientos que testaron la solidaridad de la población alavesa. Y la gente volvió a demostrar la vertiente social de su conciencia. Se acercó más a los vestíbulos de los supermercados que a la cola de las antiguas cajas de ahorros. Además de por solidaridad -valor que aún nos reconcilia con nosotros mismos- no existe modo de acercar pasta, arroz, legumbres, leche o pañales a través de Internet. Que nadie se llena el estómago con comida virtual.
Tendemos a admirar las virtudes ajenas y el coraje que demuestran otras personas con sus hechos. El mismo que a muchos nos falta para arremangarnos frente a la necesidad y combatirla desde el barro. A todos –supongo, que las excepciones contadas justifican la norma- nos parece estupendo que haya gente dispuesta a ceder su tiempo y mirar de frente las cicatrices sociales. Resulta cómodo alabar su compromiso con la boca grande como un megáfono mientras permanecemos tangentes al marrón. “Alguien tiene que hacerlo” es una de esas frases acuñadas que compaginan la aprobación colectiva con el deseo individual de alejar el cáliz amargo de los labios propios.
Sí, me rindo ante la voluntad solidaria del voluntariado, de mujeres y hombres que dedican horas en los fines de semana a mitigar los problemas y las carencia de los demás. Esas personas que estos dos días recientes, a la entrada de las grandes superficies, vestían petos similares a los que se colocan los futbolistas suplentes para calentar en la banda por si el entrenador decide su ingreso en el campo. Seres que agradecían el gesto eficaz de numerosos ciudadanos al recoger la bolsa con paquetes digeribles. Personas activas que ordenaban hasta con mimo los productos entregados en contenedores de un tamaño considerable. Recipientes grandes que se iban llenando hacia arriba con la técnica culinaria del suflé.
A menudo insistimos en la pérdida de valores de los jóvenes hoy. Pero si los comparamos con nuestra generación tampoco creo que salgan mal parados en esta era del desempleo. Surcan las aguas de la desesperanza laboral y tal vez vivan peor que como lo hicimos sus padres, todo un atentado contra la teoría de la evolución. Entre ellos hay de todo, como ha ocurrido desde el Big Band o Adán y Eva, tomen el ejemplo que quieran según creencias trascendentes o explicaciones científicas. Las generalizaciones peyorativas son malas en sí mismas y el sentimiento de fraternidad también anida dentro de los chavales de este tiempo. Ahí queda el ejemplo de Egibide, cuyos alumnos han respondido que sí al reto del Banco de Alimentos como se forran al alma de verde el día que Celedón baja la alegría del cielo y acristala la plaza con vidrios rotos.