MOBILIARIO URBANO por ÁNGEL RESA
Importamos la tradición anglosajona, pero también el cántico de la Academia que entona una afición albiazul rediviva
La balanza comercial que estudian los economistas habla de importaciones y ventas al exterior. Entre las primeras hemos adoptado el terror embustero de Halloween, que llegó ya hace unos años para habitar entre nosotros. Cuentan que sus orígenes echan raíces en la tradición celta para extenderse por los países anglosajones antes de empaparnos con las aguas de la pleamar. Por las calles de Vitoria pasean niños que pretenden dar miedo por sus atuendos horripilantes y adultos que quieren asustar de mentiras. Buen negocio para las tiendas de disfraces que salen de su atonía en fechas como esta, Nochevieja, carnavales y despedidas de solteros. Sí, aunque parezca mentira, aún hay gentes que se casan hasta que el divorcio las separe. Quizá algunos seguidores tiernos de Halloween terminen por abrazar la NBA, donde muchos jugadores cubren su piel con algunos tatuajes artísticos y otros que infunde pavor.
Las alarmas de verdad no proceden de las vestimentas letales que nos recuerdan la muerte en las mismas fechas que usamos para recordar a nuestros difuntos. Impresiona realmente que 140 familias vayan al páramo helado del paro por el cierre de Cablenor o asusta la proliferación de chorizos ensartados que se creían inmunes para meter el brazo en cajas públicas sin cepo. Tipejos que blandían tarjetas de crédito opacas (‘black credit card’ ya que mencionamos costumbres en inglés), brujos que no requerían caperuzas para sus hechizos mangantes. O alimenta el depósito de la aprensión acudir a funerales prematuros de personas a quienes el tañido del duelo les ha llegado mucho antes de la hora convenida. Lo de Halloween no deja de resultar una broma, otra excusa lúdica con trasfondo mortuorio para tomar la calle.
Pero como diría Umbral, yo había venido a hablar de otra cosa. No de mi libro, sino de un cumpleaños emotivo. Mendizorroza alcanza las nueve décadas de vida, a solo una de la centuria, y anima a rebobinar la memoria como cuando desenrollábamos con un lápiz la cinta alborotada del cassette. Momento idóneo para rememorar el césped embarrado de cuando el cielo vertía baldes sobre Vitoria y las nevadas aplazaban partidos. De ver a Donato asomado en su caseta de pájaro que era el marcador, entre el cartón de los goles locales y el de los tantos visitantes. De evocar el simultáneo que informaba sobre los resultados de otros campos y los transistores pegados a la oreja sin auriculares discretos. De aspirar el humo de los puros. De reconstruir las tardes dominicales a las cinco, hora litúrgica antes del actual desmán de cronologías encadenadas. De peregrinar con el padre que me surtía en el descanso de los caramelos que mascaba junto a la decepción de los ocasiones albiazules perdidas.
Mendizorroza ha ejercido de templo donde soltar las bridas sentimentales. Aquel recinto irregular de tres tribunas elevadas que oteaban la pequeñez de la vieja General, el aire gélido del invierno entrando a cuchillo por las cuatro esquinas desguarnecidas. Su evolución hacia el estadio moderno al que solo le sobran las columnas en la grada que mira al aparcamiento. El santuario, al fin, de un gen derrotista en el que nos regodeábamos como quien se lame las heridas para resurgir potentes otra vez, de acuerdo con la letra del Glorioso que siempre entonábamos con vistas al futuro. El rectángulo que albergó el duelo ante el Vitoria en Regional es, por la evolución lógica de los tiempos, el mismo en el que cayeron sonoros clubes europeos durante aquella campaña imperial que nos condujo al corazón de Alemania.
El lugar donde se citaba siempre ‘la Paca’, en cuyas tripas Compa tenía la oficina donde actualizaba la historia de su pasión. Con alegrías dispersas y abundantes desolaciones, Mendizorroza representa la perdurabilidad y acoge ahora la efervescencia de una hinchada rediviva. “Muchaaachos, traigan vino, juega el Alavés. Que esta grada está de fiesta, hoy no podemos perder”. Un cántico también importado, en este caso de la Academia (Racing de Avellaneda, el equipo de Juan Alberto Espil), que asombró en una tarde redonda de hace dos meses a la afición hermana de El Sadar.