Mobiliario urbano por Ángel Resa
Como vitoriano lo lamento profundamente. Siento muchísimo que esta ciudad verde, color de la esperanza y de la vida, cave la tumba de un programa radiofónico ejemplar. Después de trece campañas, que se escribe pronto, y 1.202 programas, un paradigma de longevidad para los modas efímeras que corren, nuestra capital puede entrar en la historia de las ondas por la oscura puerta de la tristeza. No solo Rajoy y su Gobierno empuñan la motosierra como en esas películas de vísceras y de sangre para amputar derechos sociales. También sus correligionarios alzados a puestos de dirección con el fin de controlar el periodismo, eterno afán de los políticos, bajan la guillotina que secciona cabezas.
El viernes se conoció oficialmente que Juan Ramón Lucas no regresará en septiembre a las mañanas de RNE. También peligran el responsable de las tardes y Pepa Fernández, una profesional íntegra que conduce los fines de semana un verdadero modelo de servicio público. Hoy, con harta y desgraciada probabilidad, el Palacio Europa acogerá las últimas palabras de esta presentadora catalana. El ruido en los pasillos de la casa y su eco amplificado en las redes sociales entonan el réquiem por ‘No es un día cualquiera’. Y a muchos escuchantes, que no oyentes, se les humedecerán los ojos al otro lado del receptor. Quizá bastantes sientan cómo les asciende por la garganta el ardor de la indignación.
Pepa ha hecho de este espléndido formato, cuatro horas matinales los sábados y otras tanta los domingos, un teatro ambulante que visitaba al término de cada semana una ciudad o pueblo diferentes de la piel extendida del toro. Habituados a la furia y la hiel de tantos intrusos al periodismo que narran con quién se acuesta fulanito y con quién se despierta zutanita, el equipo de RNE toma por los cuernos el sentido estricto de un servicio para todos pagado con los impuestos de la mayoría. (Siempre ha habido insolidarios escaqueadores profesionales). ‘No es un día cualquiera’ informa, entretiene, entrevista con calma y sin gritos, apuesta por la cordialidad y sube el nivel cultural de su audiencia. Casi nada al aparato.
Me lo descubrió uno de los mejores amigos que alguien puede encontrarse en este valle de lágrimas. Es pamplonés y ejerce el noble oficio de juntar letras con la integridad que le distingue en la hermosísima ciudad de Salamanca. Como cuenta Serrat, Dios y mi canto saben a quién nombro tanto. Me habló de un programa distinto, una rara avis que reconforta según transcurren los minutos. Y le hice caso porque sí. Conduciendo hacia Cataluña una mañana dominical de sol, calma y tráfico escaso, conecté la radio del coche. Fue mi bendita perdición. Desde entonces me aboné, me incluí en el ejército desarmado de los escuchantes. Hasta que una consigna política, cómo no, decidirá de forma inminente que tanta libertad (nunca Pepa la ha degenerado en libertinaje) no cabe en la estrechez de miras de la censura moderna.
Por supuesto que se trata de una opinión personal, pero pienso firmemente que la radio y la televisión públicas han vivido en los últimos tiempos su era de esplendor con buenos profesionales y programas de auténtico servicio público. Pero todo lo que nace muere y nada se prolonga hasta la eternidad. Lo que me duele como un balonazo en las partes es que Vitoria y su Palacio Europa, icono de nuestro merecido premio sostenible, terminen incrustados en la historia como el ataúd donde reposa una manera sensata de ejercer el periodismo, de ensanchar las mentes de la audiencia, de divertirnos a base de sonrisas -que no de carcajadas ruidosas-, de hacernos al final del programa un poco más sabios de cuanto éramos a la hora del desayuno… Desde luego, hoy no es un día cualquiera. Más bien una fecha de funeral, conducción y entierro. El maniqueísmo político ha vuelto a ganar otra batalla.