Mobiliario urbano por Ángel Resa
La recoleta plaza Venancio del Val, ejemplo de negocios pasados a peor vida
La plaza Venancio del Val rinde tributo a un hombre menudo que andaba encorvado y a pasitos cortos como consecuencia de la edad, un longevo cronista de Vitoria con una memoria prodigiosa detrás de su gafa de largo aumento. Es un espacio recogido y pequeño, entre Portal de Castilla y el inmenso patio asfaltado de Marianistas. Frente al bar que permanece abierto hay tres lonjas atacadas por la inmovilidad y la tristeza. Donde hubo negocios solo quedan lunas sucias, verjas bajadas y carteles de la desesperanza. Anuncios de conciertos comparten cristal con los reclamos de las inmobiliarias heridas por el estallido de la burbuja. “Se vende” o “Se alquila”. Cuatro palabras, una de ellas reiterada, que explican la atonía económica y el porvenir incierto. Hace años esos rótulos duraban poco pegados en la puerta. Hoy amarillean por el efecto de tantos soles sin una transacción que llevarse a los rayos.
En la acera de enfrente, a una simple carretera de adentrarnos en el parque romántico de La Florida, otros locales duermen el sueño eterno de la parálisis. El salón de belleza en Venancio del Val pasó a peor vida y la guardería privada donde ‘aparcar’ los niños mientras los padres cumplen horarios laborales y recados, también. Pobres abuelos, ya los veo metiendo horas extras cuando pensaban que la jubilación sería un retiro dorado. Si las cuentas domésticas no salen se empieza por suprimir lo más superfluo hasta tocar el tuétano de lo necesario. Así que la recoleta plaza y el entorno han reducido a escombros su pretérita densidad comercial.
Dos rockeros que tratan de aparentar menos edad de la que informan sus DNI pasan por ahí, ajenos a la cascada de cierres. Pelo largo de los setenta, gafas para protegerse de una extraña luz valenciana en Vitoria y botas claveteadas con terminación en punta que parecen la proa de un barco. Entre tantas noticias sombrías vuelve fiel a su cita anual el ARF, que no es Arturo Ríos Fernández sino Azkena Rock Festival. La música procura por estas fechas a Vitoria una actividad que buena falta le hace, llena las habitaciones de hoteles y pensiones, alberga caravanas de lujos diversos en el aparcamiento de Mendizorroza. Bienvenidos los bajos, las baterías, las guitarras, los cañones luminosos y los decibelios que devuelven a la capital alavesa parte del optimismo perdido.
Puede que la crisis actualice la nostalgia. A las bandas de rock que un día pusieron sintonía a nuestras vidas se une el regreso de un oficio del pasado. Hacía tiempo que no veía al afilador por las calles del barrio, muchos años que no escuchaba el agudo aullido del metal pasado por la máquina, décadas sin contemplar la bicicleta especial que es en sí misma un puesto de trabajo. Me acuerdo de pequeño que las madres bajaban con los cuchillos de la cocina al oír el señuelo sonoro del hombre que les sacaba punta. Tal vez sea verdad la teoría cíclica de la existencia.
Ojalá. Significaría que en alguna fecha, nadie se atreve a pronosticarla, volverá a sus cuarteles de invierno el miedo que amenaza con desplomar el cielo sobre nuestras cabezas en forma de paro, incertidumbre y recortes. Cuando la gente intuye la necesidad de horadar con más agujeros el cuero del cinturón hasta estrangularse el abdomen, escucha uno la charla definitoria de dos adolescentes. Las chicas pasan delante del portal y una, con esa giba en la espalda llamada mochila y un peso semejante al de un quintal métrico decimal, le dice a la otra. “Estamos como en la Edad Media. La gente pobre es cada día más pobre”. Luego vamos generalizando por ahí, aseguramos que la juventud actual no tiene valores ni los ha conocido, que anda ayuna de criterio propio, que… A mí esa conversación me resultó mucho más atinada que el sinfín de análisis económicos que explican cuanto ya ha ocurrido mientras nos aterrorizan con nubes de gris marengo, rayos, truenos y centellas.