MOBILIARIO URBANO por ÁNGEL RESA
Entre los afanes disuasorio y recaudador, la OTA es un impuesto revolucionario
Las calzadas de Vitoria están pintadas como un retablo policromado. Nuestro héroe anónimo, cualquiera de nosotros, tuvo que identificar en su día el blanco con el aparcamiento gratuito (y escaso); el rojo, como señal de vía preferente donde la doble fila (con razón) transita del pecado venial al mortal; el azul, reservado a los estacionamientos en rotación; y el verde, feudo de gente censada por la zona. La vida en sociedad obliga a ciertos aprendizajes y bien parece asumirlos. El caso es que nuestro protagonista, uno de esos 241.130 que pueblan Vitoria, circula en coche por la calle Manuel Iradier. Y encuentra un hueco libre por esos azares que surgen de vez en cuando. Marcha atrás, maniobra sinuosa y medio metro hacia adelante. El hombre quiere tomar un café y piensa en sacar una papeleta de la OTA que no vale dinero a cambio de un cuarto de hora de falsa tregua.
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Busca con la mirada la máquina expendedora, verde como no podía ser de otro modo en la capital europea del ramo. Entre ida, extracción y vuelta pierde tres minutos. Coloca la garantía en un lugar visible del coche a través del cristal. Entra en el bar repleto de clientes acodados en la barra frente a un comarero como Gary Cooper, solo ante el peligro. Primera ojeada al reloj, a esas manecillas que avanzan de forma implacable. Después de un rato le ponen delante la bebida incandescente. Se quema la misma lengua que usa para maldecir. Pero los problemas no han concluido. Toda la peña se empeña en pagar al mismo tiempo y el turno de nuestro personaje se demora. Extiende el billete y aún debe aguardar las vueltas. Ya entonces sabe que ha rebasado el límite temporal del aparcamiento.
Acelera el paso con la incertidumbre de quien ignora si el limpiaparabrisas sujetará o no el castigo amarillo, consecuencia del afán recaudatorio. Y ahí está, no la puerta de Alcalá, sino la multa del Excelentísimo Ayuntamiento que le acoge. La boca le sabe al gusto amargo y liberador del taco verbal. Regresa al monolito esmeralda para eliminar la sanción a cambio de seis euros, el doble de lo que se pagaba antes de que el anterior Gobierno municipal -con las bendiciones de Salvador Rueda- trucase en terror la ‘T’ de OTA que se refiere al tráfico. Seis euracos de vellón. ¡Cuánto ha subido el café!
Nuestro héroe apaleado mueve el vehículo medio kilómetro y lo estaciona más arriba en la misma calle. Le tocan gestiones bancarias y una desagradable visita a las oficinas municipales de Hacienda. Llega de nuevo a la máquina con el miedo de que en el intervalo un dedo rápido apriete el gatillo de otra multa. Empieza a meter monedas como si no hubiera mañana y se cisca en pagar casi tres euros por hora y media de nada. Recuerda entonces que ninguna ciudad como Vitoria subió la tarifa un 209% y que solo cuesta menos el ticket que en Barcelona y San Sebastián. Sólo faltaba, si aquí el mar no se divisa ni con prismáticos.
En fin, porca miseria. Los recados en la capital alavesa salen por un ojo de la cara, piensa el protagonista sin conocer aún lo que todavía le espera. Tras la visita a tres entidades financieras toma número para ser atendido en Hacienda. Vaya, qué gentío por delante. El tiempo corre que es una barbaridad y los noventa minutos futbolísticos se aproximan peligrosamente. Sabe que en estos partidos rara resulta la prórroga. Terminadas las gestiones, el personaje retorna al lugar de autos, nunca mejor escrito. Y la mandíbula se le desencaja como si hubiese recibido un crochet ascendente en el mentón. Otra hoja amarilla que nada tiene que ver con el otoño. Esta vez la puñalada asciende a trenta euros. En menos de dos horas ya ha pagado 36 más el café. Se desespera mientras resuena en sus oídos la cantinela de un eslogan propio de pabellón deportivo. Cree escuchar una voz que le propone ‘suelte usted las manos del volante’. Y piensa que, efectivamente, esto es un atraco.