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IÑAKI CERRAJERIA

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La lluvia en el entierro

MOBILIARIO URBANO  Ángel Resa

Con el recuerdo a los difuntos a veces se olvida la presencia de quienes quedan

Hay semanas célebres en la historia, como la trágica de Barcelona con revueltas obreras y muertos por las calles en el verano de 1909. Otra a la que le faltaron veinticuatro horas para alcanzar la longitud exigida, la también dramática Guerra de los Seis Días en la que el ejercito israelí aplastó la fuerza militar conjunta de cuatro países árabes 58 años después. Y luego está una más reciente, la que un amigo de red social que lleva el ingenio por montera ha definido como ‘dracma’ griego. Ya saben, el muy posible naufragio económico de un país que ha degenerado con el curso de los siglos. De aquella cuna de la civilización apenas queda el esqueleto astillado por la falta de calcio, donde hubo cultura solo se intuyen rescoldos mortecinos. Nunca el pasado fue tan remoto. Y Europa teme el efecto dominó que derriba piezas del maldito sistema financiero con la simple caída de la primera.
Son fechas significativas, pero aisladas y singulares por mucho que marcaran acontecimientos posteriores. Luego  existen semanas cíclicas, reincidentes cada año por la precisión suiza del calendario. Por ejemplo, la dedicada a actualizar en el presente la memoria de quienes se fueron, símbolos humanos del pretérito. Imperfecto, claro, porque la muerte no deja de arruinarnos la vida con su macabra tenacidad. El martes, el cementerio era un vergel, un horizonte dilatado para contener sobre un paisaje extendido de lápidas toda la floresta imaginable. Un lugar para oraciones que son susurros, llantos mitigados por los pañuelos de tela en retroceso, vencidos por la hegemonía del papel desechable. Un sitio de voces trémulas, solo sacudidas por la particular manera de vivir la muerte que escenifican los gitanos.
Hay quienes sostienen que mucho de lo que ocurre obedece a la música del azar que escribe Paul Auster. Coindicencia fúnebre, por ejemplo, es recibir la llamada de una prima para anunciar que su marido agoniza en la planta de Txagorritxu nada más salir del camposanto donde la familia orna la tumba de su patriarca. Casualidad letal, que ese hombre en el lecho sin retorno engrose la nómina de fallecidos el mismo día dedicado a rememorar a los difuntos. Esta vez, el miércoles. Pleno descorazonador, que el móvil transmita el deceso esperado del padre de Juan Carlos a la salida del funeral por el esposo de Lourdes. Algunas loterías parece maquinarlas la osamenta encapuchada que empuña la guadaña.
Existen decorados naturales y situaciones atmósféricas que se funden con el melodrama mediante el rigor que aplicaría un director de cine para componer el plano que bulle en su cabeza. El cementerio de Aríñez reposa al lado de la antigua N-1 y, el jueves, ese ambiente gris tan apropiado para la conducción de un cadáver abrió en lo alto los grifos de donde mana la lluvia en el momento del puro entierro. Una sucesión de paraguas abiertos como setas rodea el hueco donde quedará depositado el ataúd. Al agua que moja las caras se une la salada que desciende de los ojos. Algo se quiebra por dentro en la despedida.
Es el momento de abandonar el camposanto del pueblo, pequeño y digno, rematado en el frontispicio por la frase ‘Haz el bien antes de morir’ que flanquea el año de 1956. Una sentencia válida para seguidores de credos variados y agnósticos sin aparente vuelta atrás. Llega la hora de buscar el coche aparcado en el barrizal, de los abrazos que tan poco repetimos más adelante y de implorar el fin de tantos golpes encadenados. De recordar la letra de Nino Bravo al partir con un beso y una flor, un te quiero, una caricia y un adiós. De reparar en quienes se fueron sin olvidar jamás a los que quedan en este valle cincelado por las lágrimas. De cumplir verdaderamente con esa llamada prometida que en demasiadas oportunidades dejamos para más adelante. Tal vez para nunca.

La actualidad en una sonrisa. Por Iñaki Cerrajería

Sobre el autor

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