POR CARLOS PEREZ URALDE 5/10/2003
La plaza de Euskalherria, en Lakua, es como una gran habitación sin muebles
No hay nada tan desolado y a la vez esperanzador como una habitación sin muebles, a lo sumo habitada por una araña prófuga que trepa por la pared en busca de una esquina en la que colgarse. Quien contempla ese espacio vacío no tiene otro remedio que imaginar cómo sería si estuviera decorado, con su mobiliario idóneo, sus cuadros, sus lámparas y su alfombra aproximadamente barroca: un salón no merece esa soledad si se puede hacer algo para remediarla. Algo así le ocurre a la plaza de Euskalherria, en el barrio de Lakua: es un enorme espacio que durante la mayor parte del día permanece casi vacío, habitado apenas por unas cuantas mamás con sus niños y algunos parroquianos con el tiempo para tomarse algo en La Fragua de Vulcano o en la cafetería Dam.
Pero el visitante ya se imagina cómo será este lugar cuando el barrio crezca y se llene de paisanos bulliciosos que ocupen las terrazas y den sentido a este territorio urbano. A las siete de la tarde de un día cualquiera entre semana, la plaza enorme sólo reúne a las mamás y sus críos, esta vez asombrosamente pacíficos, a los clientes de la Fragua y a un tipo impaciente dotado de una carpeta en una mano y un móvil en la otra que mira una y otra vez al reloj controlando los accesos, en la actitud del que espera sin desesperar todavía. Cada dos o tres minutos, el sujeto se apoya en una de las extrañas farolas con forma de escalera que decoran el sitio, toca el tambor de su pierna con la carpeta amarilla y consulta de nuevo el reloj resoplando como un toro a punto de embestir al enemigo sin clarín que anuncie el trance.
En los soportales hay una papelería, una tienda de cosmética, un comercio de chucherías, una peluquería, una tienda de muebles, una herboristería o un vídeo club desde el que Hugh Grant nos mira con cara de crápula. El silencio es insólito para una ciudad como ésta en la que cualquier actividad por trivial que sea requiere un estruendo de casa de locos. En cuanto al tipo que espera, sus gestos apuntan a que la paciencia se le está acabando cada segundo que pasa y que de un momento a otro va a proceder a emitir airadas blasfemias o gruñidos monstruosos. Al pobre hombre le han dado evidente plantón, y semejante desaire es uno de los peores que puede soportar un ser humano de cualquier estirpe o familia.
Dentro de un tiempo la plaza de Euskalherria será un multitudinario lugar de encuentro, cuando la zona esté atiborrada de ciudadanos y el barrio ya no parezca el decorado vacío de una película que no se ha empezado a rodar. A esta hora de la tarde no se escucha el motor de los coches, un avión cruza el cielo limpio dejando su larga estela blanca y un paisano ya desesperado echa un vistazo a su reloj, pulsa sin resultado las teclas de su teléfono móvil y abandona la plaza a la carrera con la intención de repartir unas cuantas bofetadas por ahí. El día en que el salón se llene de muebles será muy acogedor y la araña furtiva no tendrá oportunidad de trepar por la pared por culpa de la presencia de hombres, mujeres y tiernos niños berreantes en cada metro cuadrado.
Ahora hay que dejar planteado el dilema sobre si la afluencia masiva de gentes a la plaza mejorará las cosas o convertirá la zona en un hormiguero desordenado comparable a los que se producen en el centro. Estoy seguro de que en este sentido se dividirán las opiniones en el barrio: unos preferirán la plácida soledad de la plaza vacía y otros la masa humana sin la que tanta gente no puede vivir. Lo que permanecerá suceda lo que suceda es la figura de un hombre solo que espera la llegada de quien no va a llegar, precariamente armado con un móvil.