POR CARLOS PEREZ URALDE 02/11/2003
La travesía es apacible y segura y sólo encuentra obstáculos en una furgoneta
mal aparcada o unos cuantos coches en desafiante doble fila
Por la módica cifra de 65 céntimos de euro cualquier ciudadano puede recorrer la casi totalidad del Casco Viejo montado en un autobús urbano, adoptando la precaución de no tomar asiento sobre las ruedas del vehículo. El traqueteo es tal que el viajero puede perder la dentadura, expulsar las lentillas, centrifugar el almuerzo en el estómago o transformar su cabeza en una batidora loca.
Salvado este escollo, la travesía es apacible y segura y cruza calles y callejuelas, cantones y cuestas sin encontrar más obstáculos que el de una furgoneta mal aparcada o unos cuantos coches en desafiante doble fila. Es entonces cuando el conductor ha de hacer gala de una paciencia tibetana que resuelve tocando la bocina hasta que el transgresor de las normas de tráfico aparece para quitar su trasto de en medio.
No siempre la tarea es fácil. Algunos propietarios de furgones o automóviles díscolos desaparecen sin dejar rastro, se volatilizan y sólo regresan al lugar del crimen cuando les da la gana pese a escuchar con nitidez los bocinazos del autobús. No es descartable que el sujeto desaparecido en combate se encuentre en cualquier tasca devorando pinchos de tortilla, ceremonia para él de rango superior a la de molestarse en apartar el coche para dejar paso al transporte público. Tampoco es descartable que en caso de reprimenda por parte del empleado de Tuvisa, el gandul de turno responda con airada chulería y algún corte de mangas escasamente versallesco. Esta gente es así y no sería de otra manera ni siquiera si se le practicara una lobotomía. Como dice Brassens en su canción, cuando uno es gilipollas, es gilipollas.
A las 12.30 de un día de tiempo incierto, el autobús del Casco Viejo se detiene en su lugar de la calle Francia a la espera de clientes. Eliminados de la lista de viajeros, y por razones inobjetables, un señor empeñado en ir a Sansomendi y una señora cuyo único destino vital parecía ser el llegar a Txagorritxu por tierra, mar o aire, nos quedamos cuatro personas en el bus. El trayecto transcurre sin incidencias graves que anotar, salvo las ya enunciadas del terremoto interior causado por la mala idea de sentarse sobre las ruedas y la presencia impasible de una furgoneta que nos impide el paso en algún tramo.
Es un mediodía tranquilo cuya única víctima es un chaval con pelo a lo Bob Marley que camina pensando en sus sueños o no pensando en nada y que de repente recibe el estruendo de la bocina del autobús. Por lo que se refiere a nuestros dos acompañantes, un evidente matrimonio de jubilados, se bajan tras pulsar el botón rojo de las paradas solicitadas. No se han puesto de acuerdo en nada durante todo el viaje, pero más que acritud hay en sus disputas una larga rutina de desencuentros sin que tengan mayor importancia.
La travesía no ha sido desde luego tan caótica como la que emprendieron los Beatles en aquel autobús de ‘Magical mistery tour’, pero resulta agradable. No ha habido que soportar grandes atascos ni tumultos histéricos. No es poco comparado con lo que sucede a esas horas en otras zonas de esta ciudad tan desmadrada para lo malo y tan pacata para lo interesante.
También es cierto que si uno posee cierta cultura literaria puede sentir inquietud cuando se queda solo en el bus con el conductor. Entonces evoca aquel cuento de Cortázar titulado ‘Omnibus’ y sonríe por admitir la analogía entre lo que sucede en el relato y lo que está viviendo. No tiene nada que ver, y eso lo sabe después cuando desciende del vehículo frente a El Corte Inglés.