POR CARLOS PEREZ URALDE 07/12/2003
Cuando llegan estas fechas navideñas, La Florida se convierte en un parque temático
El parque de La Florida es por lo general un lugar apacible por el que deambulan ciudadanos de toda índole, políticos que vienen de agotadoras sesiones parlamentarias, mendigos que duermen sobre la hierba y bajo los árboles centenarios, algún navajero con escasas dotes para el asalto a mano armada y perros bulliciosos, agresivos, indolentes, ladradores o anoréxicos, dependiendo del nivel financiero y del talante cívico de sus dueños. También hay una montaña misteriosa con su cueva correspondiente y otras alegrías para la vista, incluida la estampa impávida de unos cuantos reyes godos alrededor de un kiosco de música.
Pero cuando llegan estas fechas navideñas el parque se convierte en temático. Se instala una pista de hielo que rodea el kiosco, múltiples casetas de madera que parecen sacadas de un western, una gran jaima calefactada que a las 13.00 horas del miércoles, 3 de diciembre del año en curso, los operarios proceden a levantar con la disciplina que debieron utilizar los constructores de las pirámides y, quizá lo más importante, una feria de tiovivos y carruseles que al peatón le conduce sin necesidad de máquina del tiempo a la infancia. La mejor canción sobre estos prodigios modestos la escribió Serrat y se titula ‘El carrusel del Furo’, aunque don Joan Manuel no podía adivinar cuando la compuso que tan sólo un par de décadas después resultaría por completo inverosímil la venta de dos boletos por un duro. Y no sólo porque ya no hay duros.
Según cuentan los papás, los niños que regresan de sus patinazos a casa lo hacen empapados y ruego que no vean en lo anterior un juego de palabras. También es sabido que un considerable número de practicantes de las artes del patinaje tienden a romperse la frágil crisma durante sus evoluciones coreográficas, supongo que para dar trabajo a los desocupados traumatólogos.
En estos tiempos tontos en los que romperse algo es síntoma de excelente salud y gran fervor deportivo, qué absurda paradoja, cualquier aprendiz de patinador puede descalabrarse sin mayores esfuerzos en la pista de hielo y alardear después ante sus amistades de andar con los huesos quebrantados por esquiar en las pistas de Candanchú. O en las de Baqueira Beret, que es donde recala la gente principal.
De todas maneras, yo me quedo con los tiovivos, esos artefactos mágicos que consiguen hacer del eterno retorno una aventura épica. Si me permiten citar de nuevo a Joan Manuel Serrat, es difícil comprobar en otro sitio cómo alucina un niño. Salir de paseo forrado como un astronauta con abrigos y bufandas y sentarse a los mandos de un coche de bomberos o a lomos de un tordillo de madera es una de esas experiencias que no se olvidan nunca. Y si se olvidan, peor para el amnésico.
Conocí a un tipo muy serio, tan serio como un cadáver con vida, que una noche de borrachera terminal se montó en un tiovivo, en concreto en la silla de un corcel de cartón y gastó una fortuna dando vueltas y vueltas en el carrusel hasta que el tinglado se cerró hasta el día siguiente. Cuando me lo encontré algunos días después me confesó con una sonrisa que si hubiera viajado antes a ninguna parte como lo hizo aquella noche ahora sería feliz como un niño alelado.
El parque de La Florida es durante estos días un escenario distinto al habitual. Procure no mojarse, no desbaratar su sistema óseo y no abusar de los churros. Pero si tiene un momento, celebre la vida viendo cómo los críos recorren en círculo el mundo a bordo de un camión de bomberos.