POR CARLOS PEREZ URALDE 30/11/2003
El cementerio de Santa Isabel, repleto de tumbas y mausoleos, es un remanso de paz frente al caos de tráfico
Conozco a un tipo que resuelve sus quebrantos sentimentales, que son muchos, y sus desastres financieros, que son más, por el procedimiento aterrador de dirigirse el cementerio de Santa Isabel y recorrer con parsimonia desesperada la ruta de las tumbas. Después de un buen paseo por mausoleos, palacios lúgubres de los que podría emerger el conde Drácula con ganas de beber y tumbas humildes, nuestro hombre se siente renovado y vuelve al reino de los vivos con la intención imbatible de seguir sufriendo quebrantos amorosos y desastres contables, combinación de inconvenientes que como todo el mundo sabe componen lo esencial de la existencia humana. Ningún psiquiatra ha tratado su caso, pero podría dar para un simposio fascinante.
Este sujeto tan peculiar paseaba un día de otoño cruel por las calles de la ciudad de los muertos cuando topó con otro individuo de cara alegre, fumador inmune al acecho de la nicotina, hablador y muy laborioso, a juzgar por el cuidado que ponía en enderezar ramos de flores, barrer hojas secas y podar arbustos. El tal menda se identificó como sepulturero titulado y contó a nuestro héroe sus historias de cada jornada fúnebre como quien relata lo que le ocurre a un oficinista en su oficina. Ofreció detalles sumamente escabrosos con tal naturalidad que el visitante del camposanto empezó a irritarse, como si su paraíso de las desgracias irremediables se hubiera convertido por obra del enterrador en una mera residencia de fiambres sin mayor valor tétrico. Era como si acudiera a un congreso de espectros y tan intimidantes personajes aparecieran sosteniendo portafolios y tarjetas de identificación en sábanas mortuorias.
Desde aquel encontro inolvidable, mi amigo no es el que era. Sus perturbaciones eróticas las resuelve sin ninguna grandeza y sus descalabrofinancieros los paga como puede sin que le ayuden en nada los pobres difuntos ni los difuntos pobres. Las lecciones magistrales del enterrador sobre el oficio de sepultar a los muertos y adecentar sus aposentos definitivos le han quitado todo interés a sus incursiones a Santa Isabel. El, que se creía el último discípulo de aquel poeta que escribió sobre lo solos que se quedan los que han pasado a la otra vida, ahora se enfrenta a sus cuitas poniéndose hasta lo más profundo del estómago de raciales callos y de orujo de hierbas. Y su existencia es menos emocionante, menos literaria, mucho menos propia para el estudio. El digno enterrador municipal, que por cierto tiene la manía de relatar las incidencias del día a su embelesada señora durante la cena logrando así que ésta olvide mirar ‘El gran hermano’, ha acabado con un poeta que nunca ha escrito un verso.
De cualquier forma, la duda que tenemos quienes conocemos a uno y a otro es la de, si sucediese un paseo de ambos por el camposanto y un cadáver se levantara de su tumba para ver mundo, cuál de los dos sufriría el infarto. A las 10.25 de la mañana de un día de noviembre nublado, el cementerio de Santa Isabel, ubicado en pleno Zaramaga, es un remanso de paz comparado con el caos de tráfico y comparado en general con todo lo que circunda. Un café con leche en un bar cercano te recuerda que por ahora estás vivo y no necesitas los servicios del sepulturero.
El protagonista de esta historia cierta aunque no lo parezca está deshaciendo una vez más alguna relación amorosa con resultados traumáticos y su amigo el funcionario, que pudo ser vigilante de piscinas municipales y prefirió su actual destino, andará remediando el daño que las hojas muertas hacen a los muertos.