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El poszapaterismo

Cuando Zapatero anunció en el Congreso el ajuste económico se terminó una época. Al liquidar de un plumazo la presunción de que era posible salvar la crisis sin combatirla ni tocar el gasto social dio la puntilla a una política de rasgos singulares, basada en el voluntarismo optimista más que en planes y programas definidos. Ha quebrado la idea central que reiteraba hace un año: “El camino para transitar la crisis es social o no será”. Pues no será. Ni podrán mantenerse los mismos esquemas gubernamentales.

No quiere decir lo anterior que ZP haya llegado a su final político ni que la etapa esté superada. Sí que el zapaterismo, la forma de gobierno que ha existido durante estos años, está agotado. No da más de sí. El peso de esta política estaba, más que en la acción, en el discurso: en la argumentación bienintencionada y en una retórica de aire progresista y resonancias de izquierda. También, según se aseguró sucesivas veces, en la búsqueda de la “cohesión social”, un concepto nunca explicitado que seguramente se refería al mantenimiento de la paz sindical.

La sobreescenificación de la solidaridad social ha constituido la guía de la gestión política y económica. No se adaptó el discurso a la necesidad de combatir el déficit e impulsar la recuperación económica. Más bien ha sido al revés: la gestión se ha ajustado al mantenimiento del discurso políticamente correcto con capacidad de arrastre entre la clientela electoral. Los anuncios de brotes verdes y luces al final del túnel y las búsquedas de culpables de la crisis han consumido más espacio público que la exposición de problemas y soluciones. Nunca se ha vislumbrado un plan consistente. Los ajustes se aplazaban a mejores tiempos: serían cambios de modelo y llegarían tras salir de la crisis, circunstancia que sobrevendría por sí sola. Las medidas, deslavazadas, han disparado gastos e incluido un cierto desmantelamiento fiscal, con devoluciones de impuestos, rebajas del IRPF y del impuesto de sociedades, supresión del impuesto sobre el patrimonio… La mentada “cohesión social” parecía el norte de toda la política, envuelta en autoproclamas de una gran sensibilidad social, presidida por las buenas intenciones.

Esto es lo que ha quebrado, por agotamiento de los recursos políticos y retóricos. El crack ha sido brusco, nítido, sin preparar a la opinión. Un día se repitió que no habría ajustes – “España no es Grecia” – y al siguiente llegaron las rebajas de sueldos y demás. Forzosamente supone el colapso del zapaterismo. Una política como la desarrollada por ZP exige capacidad cotidiana de arrastre. Necesita arrastrar en los mítines y en las encuestas. Un programa estructurado podría subsistir sin los constantes apoyos multitudinarios, pues las referencias ideológicas nítidas suelen hacer comprensibles las medidas impopulares e integrarlas en una política global. Por contra, la gestión sectorializada, basada en invocaciones dispersas sobre las buenas intenciones progresistas, exige una sobredosis constante de credibilidad. Si no, no hay tutía.

La credibilidad se ha desvanecido. El principal lema del zapaterismo – “pese a la crisis mantendremos una política social, no como otros” – se ha demostrado inexacto, por no decir un farol. Lo extraño es que a ese eje argumental no acompañaran otros – algún discurso sobre la necesidad de impulsar el crecimiento o buscar el equilibrio presupuestario -, que hubiesen amortiguado el impacto de las medidas antisociales. Llegan éstas sin que hayan intentado difundir otros objetivos, que aparecen ahora súbitamente, sin un discurso que las acoja. Por eso la quiebra, radical, arrumba una forma de hacer política.

Verosímilmente el zapaterismo se trasmutará en poszapaterismo. Querrán prolongarse los mecanismos de gestión basados en el políticocorrectismo retórico, en un intento titánico de recuperar la credibilidad. Puede dar en caricatura. Así se aprecia estos días cuando por doquier difunden que los líderes mundiales consideran que la decisión del ajuste económico ha sido correcta, brillante, valiente, necesaria… Vale como elemento legitimador del cambio – sobre cuya necesidad sólo tenía dudas el Gobierno – pero no sirve para restaurar una política que se había sostenido sobre la difusión de ideas de resonancias progresistas. No se buscaba el aprobado de los mandamases extranjeros, sino el apoyo popular y sindical.

Así las cosas, el poszapaterismo quizás se quede en la idealización del líder. Para ello sólo le queda el expediente de difundir la especie de su inquebrantable voluntad solidaria, su buena fe y su sensibilidad social. Dejando a un lado que la sensibilidad sin hechos da en muerta, sólo podría difundir que el ajuste le ha constituido una decisión dolorosa, tomada a disgusto por el Presidente, pues daña sus convicciones profundas y sus intenciones progresistas. Sería tanto como propagar la imagen de un Presidente unidimensional, sin planteamientos globales, sólo aferrado a su visión de lo que constituye la política social.

En tal caso el poszapaterismo se convertiría en la sombra de una sombra. Llevaría a una política desquiciante, en la que el Gobierno quedaría forzado a dirigir un ajuste severo al tiempo que abomina públicamente de él. Todo giraría en torno a sostener que el talante social constituye el fondo del Gobierno, compuesto de buenos tipos forzados a hacer el mal. Lo que sucede es que a la gente le gusta que le gobiernen para salir de los problemas, no para demostrar la bondad del gobernante y sus inmejorables intenciones. Éstas suelen darse por supuestas. Faltaría más.

Publicado en El Correo

Por Manuel Montero

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