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Y tú más

Cuando salta alguna noticia relacionada con la corrupción el sainete se repite. El partido al que pertenece el sujeto pillado en renuncio tiende a cerrar filas, a no ser que lo hayan cogido con las manos en la masa. Los demás partidos se lanzan en tromba. Pasan de presunciones de inocencia e insinúan que el desliz hace sospechosos a todos los correligionarios del interfecto y refleja la podredumbre esencial del partido del pervertido. La corrupción se usa como arma para descalificar en pleno al contrario. Es injusto – la inmensa mayoría de los políticos quedan al margen de estas prácticas -, pero hay un precedente en el que el uso electoral de las corruptelas fue eficaz, la crisis final de la anterior etapa socialista, entre 1993 y 1996. Ahora las cosas son más complicadas, pues al consolidarse los poderes locales la corrupción se ha diversificado. Rizamos el rizo: la oposición compite con el partido gobernante en escándalos, y lo hace con ventaja, que ya es (de)mérito y cruz para el ciudadano elector.

Cuando se amontonan las evidencias de que en el partido propio hay corruptos, ladronzuelos y/o rufianes las reacciones rayan el surrealismo. Primero aseguran que son objeto de una persecución infame. Después, alegan la presunción de inocencia, ante la perplejidad del público, al que no le gusta que le presuman nada. Luego intentan quitarse lastre con alguna baja, la más baja posible. Al final, lo dicen: “Y tú más”, afirmando que lo suyo es una menudencia comparado con lo del prójimo. Y se quedan tan contentos. Han remoloneado hasta que el agua les llega al cuello, pero es el momento en que se presentan como adalides de la anticorrupción.

El tratamiento sectario de la corrupción responde a la idea de que los nuestros están cargados de virtudes mientras los otros actúan con ligereza culpable o son, sin más, unos depravados. Una anécdota mexicana refleja esta actitud. Un cargo del PAN relevó en su puesto a otro del PRI, cuando este partido perdía poder. Lo primero que hizo fue encargar a dedo todas las contratas a un amigo suyo. El hombre lo justificaba: aseguraba que había procedido bien, porque los contratistas del PRI eran unos corruptos, mientras que su colega contratista era un dechado de virtudes democráticas. La convicción de estar en el lado bueno justifica tropelías, por la costumbre de adjudicarse el monopolio de la decencia y atribuir al otro una inclinación natural al vicio.

La corrupción no se aborda como una lacra general de nuestra democracia – que no es de una parte, sino del todo -, sino de forma sectaria. Quizás piensan que si convencen a la ciudadanía de que los otros son todavía peores – “y tú más” – quedan aseguradas las elecciones, el objetivo central de nuestra vida política.

Ningún partido ni ideología puede atribuirse el monopolio de la honestidad. La decencia no es izquierdas ni de derechas, nacionalistas o no. En todos los partidos han saltado corruptelas y corrupciones. Sin excepción. Estamos ante una falla del sistema, que se produce al margen de las adscripciones doctrinales. Desemboca en el lamento general sobre el desprestigio de los políticos, pero no hay ninguna razón para suponer que éstos, como casta profesional, sean particularmente proclives a la corrupción. Otra cosa es que no se haga gran cosa por remediarla, más allá de acusar a los demás por su pasividad al respecto. Lo cierto es que el sistema presenta resquicios que hacen posible la actuación de los desalmados.

El uso sectario de la corrupción ha llevado a que en tres décadas no se haya afrontado nunca como un problema global. Y eso que hay medidas y actitudes que parecen obvias: mejorar los instrumentos de control, eliminar las solidaridades con los sospechosos, así como los linchamientos inmediatos a la menor ocasión, ese entusiasmo que le entra a la oposición si pillan a alguno del partido gobernante o la euforia del gobernante si el opositor se ve empozado.

Y están, sobre todo, las medidas que tomaron en su día otros países que afrontaron el problema, pues éste no es consustancial al genio de la raza ni privativo e inevitable. Entre ellas, introducir cambios que profesionalicen la gestión, que reduzcan el número y niveles de los nombrados a dedo. Que incluso en las escalas altas de la administración los gestores no se seleccionen por amistades ideológicas o vínculos familiares, sino por méritos. Convendría impedir que en ámbitos completos de la administración quede todo en manos de conmilitantes, sin funcionarios profesionales ni nadie que no sea de la misma cuerda. Estremece la formación de concejalías, direcciones generales, consejerías, etc., compuestas exclusivamente por gente que ha seleccionado el mismo partido, a veces con el único bagaje de su entusiasmo o su habilidad aparatera. Sin profesionales ni gente de otra procedencia, suelen constituir el coto del “yo me lo guiso, yo me lo como”. Muchos, sin control, estarán dispuestos a lo que sea para ganar las elecciones, hasta dar tratos de favor para financiar a cambio al partido. Algunos hasta querrán rentabilizar el poder, sin nadie que pueda controlarlos. Como mucho, algún colega del partido, que a lo mejor prefiere mirar para otro lado o dejar que se lave la ropa en casa. O que a lo peor hasta le gusta que le inviten de vez en cuando a una copa.

Mediáticamente quedará muy bien gritar que los de nuestro partido son la honestidad personificada y los demás lo peor de lo peor, pero así queda la casa sin barrer. Incluso aunque, hoy por hoy, la corrupción no tenga castigo electoral. No es sólo un problema ético. Nos va mucho en ello.

Publicado en El Correo.

Por Manuel Montero

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