El nuevo disco de PJ Harvey se ha convertido en un arrollador éxito entre la crítica. Eso pertenece al orden natural de las cosas, porque esta mujer siempre ha gustado a rabiar en los círculos más exigentes, pero lo que no me esperaba era que también sonase mucho en mi casa. Ya saben que hay artistas a los que uno sigue con fervor durante un tiempo pero que, de pronto, y a veces sin una razón clara, parecen alejarse de nuestros intereses, como esos amigos a los que la vida lleva por caminos apartados. Yo fui muy fan de Rid Of Me, el segundo álbum de la inquietante vocalista británica, cuando en realidad PJ Harvey todavía era un grupo bautizado con el nombre de su líder (al estilo de, hum, Sade), y me impresionó la simbiosis gloriosa entre sus canciones llenas de aristas y la producción seca y brutal de Steve Albini. Pero, a partir de ahí, todo lo que fui oyendo de ella -ya saben, canciones en recopilatorios de Rock de Lux y cosas así, porque entonces los discos costaban dinero- siempre me decepcionó un poco y acabé perdiéndole del todo la pista. Hasta ahora, cuando White Chalk me ha pillado por sorpresa: la chica se ha pasado al piano, aunque no sabe tocarlo bien, y a una especie de folk que parece descuajaringado por el tiempo, y ha confeccionado un álbum con un sonido radicalmente distinto pero que quizá incomode más, como un agua remansada llena de peligros. Me temo que a muchos puede resultarles un peñazo y admito que algunos seguidores de esta chica dan aún más miedo que ella, pero canciones como Silence (vean esto, por favor) me tienen cogido y sobrecogido.