Hay muchos grupos que se declaran eclécticos y proclaman su vocación de no encasillarse, pero esas palabras se quedan en una tonta broma ante la existencia de los noruegos Ulver, en cuya producción hay desde una misa neoclásica hasta versiones de rock psicodélico, pasando por bandas sonoras ambientales para películas, exploraciones electrónicas, folk escandinavo o improvisación de vanguardia. Y, por supuesto, están sus orígenes, la etiqueta que los sigue marcando cuando se acercan ya al cuarto de siglo de trayectoria: Ulver fueron uno de los grupos cruciales del black metal escandinavo, aunque, de sus tres discos adscritos al género, uno era blasfemamente acústico. Yo he disfrutado especialmente con dos de sus álbumes: el esencial Nattens Madrigal de 1997, una razia de metal rabioso y crudo con sonido voluntariamente áspero, y el Childhood’s End de 2012, en el que versionan con respeto y acierto temas sesenteros de bandas como The Pretty Things, The 13th Floor Elevators, The Left Banke o The Electric Prunes. Porque Ulver, lobos en noruego, siempre han sido tipos listos y con buen gusto.
Aquella manada que aullaba black metal se define hoy como colectivo experimental, y es cierto que gran parte de sus últimos discos tienden hacia la vanguardia, a veces un poco antipática. Pero en su nuevo álbum, The Assassination Of Julius Caesar, han prescindido de coartadas culturetas (al menos, en el sonido, porque las letras y la inspiración son otro cantar) y se han centrado en facturar un repertorio entero de pop electrónico, apto para esos fans de Depeche Mode que sufrirían una apoplejía si fuesen sometidos a dos minutos de Nattens Madrigal. La canción que más me gusta es este 1969: reconozco que esperaba que se tratase de una versión del clásico de los Stooges, pero no, qué va, se titula así porque su letra son unas cuantas pinceladas acerca de la descomposición del sueño hippie, del desengaño que fundió en negro una década que había ido llenándose de color. En los versos no faltan referencias a los Beatles vía Charles Manson (el estribillo es un “helter skelter” que rompe la tonalidad de la canción), a Polanski (“we all must carry Rosemary’s baby”), a los Stones (“let it bleed”, dicen por ahí) y también al ocultista Anton LaVey. “Había una casa en el 6114 de la calle California”, concluye la letra, y sí, en esas señas de San Francisco se alzaba la Casa Negra, sede de la Iglesia de Satán de LaVey. A lo mejor, pese a los bandazos estilísticos, en el corazón lobuno de Ulver sigue quedando un rinconcito un poco black metal.