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David Bowie ha muerto

 

Durante unos cuantos años, David Bowie vino a ser lo que en el argot de la prensa se suele llamar un morituri, una figura caduca de la que ya no se esperaba otra novedad interesante que no fuese su obituario. Así ocurrió entre 2004, cuando un palo de piruleta le golpeó de manera ridícula en un ojo y torció simbólicamente la suerte de su carrera, y 2013, cuando celebró su cumpleaños lanzando de improviso la hermosa Where Are We Now?. Sin embargo, ahora mismo nadie se esperaba la noticia de su fallecimiento, que ha golpeado al mundo a primera hora de la mañana: el artista británico acababa de lanzar Blackstar, un álbum extraño, atemporal y enigmático que había consolidado su última reinvención, un giro en el que el hombre de las mil máscaras había decidido parecerse por fin a sí mismo. Teníamos ante nosotros un Bowie crepuscular, vulnerable, mayor, con letras repletas de referencias a la mortalidad (desde el “paseando a los muertos” de aquel Where Are We Now? hasta la abundante imaginería fúnebre de Blackstar) pero con una vitalidad creativa que animaba a esperar (y desear) que esta nueva situación durase mucho tiempo. En los mejores momentos, incluso nos permitíamos fantasear con la posibilidad de que retomase las actuaciones en directo y, puestos a soñar, que pagase a Bilbao el concierto que le debía desde hace doce años, cuando suspendió la cita para sumergirse en su testarudo retiro de ermitaño. Era una tontería, ya, tan enorme como la de haber pensado por un momento si lo del fallecimiento (de cáncer, recién cumplidos los 69) no sería una nueva maniobra del camaleón, siempre sofisticado y ajeno a convenciones.

Estos días circulaba por las redes el enlace a una página que permite saber a qué se dedicaba el artista a las distintas edades: si uno introduce en el motor de búsqueda ’15 años’, se encuentra con un Bowie que ya estaba dándole al rock and roll con su primer grupo. Su carrera larguísima y monumental, repleta de mutaciones estéticas y estilísticas, ha producido hitos incontables (habría que ser muy obtuso para no tener una canción favorita de Bowie) y le ha convertido en una de las figuras mayores de la música popular, una autoridad que se las arregló para ser venerable sin perder el contacto con los tiempos ni la capacidad de riesgo. En cierto modo, era el reverso de Lemmy, el líder de Motörhead que también acaba de fallecer: los dos se habían granjeado el respeto universal por vías opuestas, el uno a través de la reinvención incesante y el otro, a través de la continuidad inconmovible. Eran dos sabios del rock, y no nos quedan muchos de esa estatura.

En las discusiones de bar sobre cuál es la canción que preferimos de David Bowie, un tema de conversación clásico entre mis amigos, yo siempre me he quedado con esta. Alguna había que elegir, aunque habría podido ser cualquier otra de las que ustedes están pensando, y hoy asombra comprobar cuántas de ellas están teñidas de esa melancolía elegíaca que las hace idóneas para una despedida.

 

Por Carlos Benito

Sobre el autor

Periodista de El Correo. Nací en Logroño, estudié en Pamplona, vivo y trabajo en Bilbao.


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