Jimmy Scott, que según varias fuentes murió ayer con 88 años, era un personaje extraordinario por varias razones. La primera, por supuesto, era su voz: sufría el síndrome de Kallmann, un trastorno genético que impide alcanzar la madurez sexual, y eso dejó su voz en un limbo sin edad ni género, como un material maleable e impreciso, de consistencia casi irreal. Pero esa singularidad -que, por cierto, le impidió tener hijos biológicos, pero no casarse en cuatro ocasiones- no habría servido de nada si Jimmy no hubiese cantado como cantaba, con ese derroche de buen gusto, esa capacidad para la ensoñación y ese fraseo impecable que asombraba a sus colegas. Y sus colegas no eran cualquier cosa, porque Little Jimmy Scott empezó su carrera con 15 años y compartió escenario con lo más selecto del jazz de los 40: resulta casi obligado recordar que era el vocalista favorito de Billie Holiday, diez años mayor que él. «Billie era más que familia para mí», declaró hace cuatro años a The Quietus. La lista de admiradores suyos es interminable, desde Ray Charles, Frankie Valli o Dinah Washington hasta Lou Reed, Clint Eastwood, David Lynch, Madonna o Antony Hegarty. Vístanse bien elegantes para decirle adiós.