Aunque sólo se suele hablar de deberes conyugales para aludir a los más gratos, la vida en pareja conlleva otras obligaciones desagradabilísimas. Para mí, una de las peores consiste en ejercer de acompañante en las rebajas, penosa encomienda que he llevado a cabo esta mañana con resignación y buen gesto. Comprar ropa me parece una pesadez, hasta el punto de que me suscribiría muy contento a un servicio que me enviase periódicamente a casa prendas iguales a las que ya he usado, y a ello se suman en este caso las incómodas tareas de asesor estético -uno se queda cerca de los probadores, mirando al techo como un merodeador que disimula- y porteador de perchas, bolsas y lo que se tercie. Les hago estos apuntes costumbristas a modo de introducción, porque lo que verdaderamente ha convertido la salida de hoy en una experiencia infame ha sido la música: ¿por qué en tantas tiendas de ropa suena sólo dance de la vertiente más funcionarial y anodina? ¿Eligen el disco las dependientas o son normas impuestas por una misteriosa jerarquía del gusto? ¿Alguien me lo puede aclarar? Supongo que quieren crear un ambiente moderno, sofisticadillo, pero consiguen peor efecto que si pusiesen ‘Paquito el chocolatero’ o una casete de Toni el Gitano. Se trata de música vacía, insustancial, inferior al soniquete barato que sale de los coches de los tuneros, y desde luego no está pensada para los clientes, que seguramente preferirían otros espantos más melódicos. Porque yo no pido que pinchen lo que me gusta a mí, que sería insensato: me valdría cualquiera de esos discos que encabezan las listas sin llegar a los extremos de inanidad de esta música rebajada.